Resulta indignante que la Universidad de los Andes, que jamás manifestó institucionalmente su posición frente al matoneo que sufrió Carolina Sanín, sí se pronunciara en cuestión de horas para justificar su despido.
La manifestación del desacuerdo frente a algunas de las políticas y decisiones tomadas por parte de una institución a la que se pertenece es un legítimo derecho. En un mundo lleno de personas que renuncian por cuenta de las luchas perdidas y de funcionarios infelices pero incapaces de romper su silencio, la crítica se convierte en una facultad cada vez más inusual y satanizada.
“Si a usted no le gusta, pues entonces váyase” es quizás una de las respuestas que con mayor frecuencia reciben quienes en algún punto han cuestionado asuntos que generan desacuerdo. Esta frase, además de ser un temible lugar común en las conversaciones, es también síntoma de que nuestra sociedad ha priorizado otras competencias por encima de la utopía y de la crítica, representando mejor que nada el pragmatismo y el conformismo propios de estos tiempos. Por eso quienes con argumentos se atreven a pensar en otras claves, en muchas ocasiones escandalizan a la sociedad. Pero como ciudadanía, deberían preocuparnos más los que hablan que quienes dan de qué hablar.
Pocas facultades contribuyen más a la construcción y, sobre todo, la reconstrucción de una sociedad que la autocrítica. Ese ejercicio, que tan impopular resulta en ocasiones, permite encontrar las incongruencias y las contradicciones más profundas entre los objetivos de una institución y sus prácticas en la vida real. A nadie le gusta que le digan que se equivoca, pero sin duda alguien tiene que hacerlo.
Eso fue precisamente lo que hizo Carolina Sanín, en ocasiones subida de tono y siempre causando molestia entre algunos estudiantes y directivos de la Universidad de los Andes. Pero muchas de sus críticas en el fondo reflejaban verdaderas preocupaciones, propias de una persona que había hecho parte por años de una institución y que deseaba mostrar su desacuerdo ante el rumbo de la actual administración.
Como egresado de la Universidad de los Andes, comparto algunas de las preocupaciones que en varias oportunidades manifestó Sanín a través de sus columnas y de sus redes sociales. El paso por la universidad bajo ninguna circunstancia debe ser entendido únicamente como el proceso para alcanzar un título académico. Es por eso que desde la tribuna de la opinión deben pronunciarse las palabras necesarias, a modo de contrapeso, cada vez que las áreas administrativas de una universidad asuman posturas que podrían mercantilizar (aún más) el acceso a la educación.
Como muchos otros, Carolina Sanín también ha criticado que una política pública de educación destine monumentalmente los recursos públicos a manos de instituciones privadas, en contraste con el abandono que sufren las universidades estatales. Una postura que comparto. Quizás la forma en que manifestó sus reproches frente a las directivas de la Universidad de los Andes no fue la más amable ni la más diplomática, pero de ninguna manera sus fallas justifican su sorpresivo despido, por parte de una universidad ejemplarmente democrática y promotora del pensamiento crítico. ¿Qué pasó ahí?
La libertad de expresión no solamente debe ser defendida cuando las palabras pronunciadas complacen la opinión de la institución donde un opinador trabaja. La crítica propositiva debe ser entendida como un ejercicio fundamental y en toda ocasión sagrado en una sociedad que proclama libertades y se define dentro de los parámetros de la democracia. La decisión de despedir a Carolina Sanín, tomada por la actual administración de la Universidad de los Andes, se opone de manera radical al proyecto al que le apostaron Mario Laserna, Ramón de Zubiría y tantos otros intelectuales colombianos, convencidos de que la educación en Colombia necesitaba de mayor independencia y libertad. Quizás nuevamente las necesite.