El fin de las Farc como guerrilla significa también un cierre casi definitivo para los años de violencia política que han opacado el proyecto de Colombia como nación. Pero es ahora que la intensidad del conflicto alcanza sus índices históricos más bajos, cuando la realidad permite entender que las guerrillas no han sido el único ni tampoco el peor problema de Colombia.

Porque rara vez la violencia en sí misma es un fin: todo lo contrario, sus dinámicas ilógicas e inaceptables manifiestan profundos conflictos en donde las soluciones pacíficas le han quedado grandes a la razón y a la paciencia humana. La mayoría de revoluciones (triunfantes o fallidas) a lo largo de la historia han obedecido al ideal de acabar con gobiernos tiránicos, ajenos a las necesidades y preocupaciones de los ciudadanos del común.

La corrupción en el poder desde tiempos remotos ha sido una de las causas estructurales de la injusticia y de la violencia en Colombia. No es una coincidencia que los mayores brotes de barbarie a lo largo de la historia del país hayan tenido lugar durante períodos en los que reducidos grupos políticos han mantenido control absoluto de todas las instituciones de poder, destinando al beneficio de pocos los recursos que deberían procurar el bienestar general.

Los casos infinitos de injusticias e irregularidades cometidas desde el poder en Colombia, que abarcan desde el reciente escándalo de Odebrecht, pasando por el robo del Banco Popular en épocas de Rojas Pinilla y llegando hasta el despilfarro de la indemnización por la pérdida de Panamá, tienen todos en común un profundo arraigo de la corrupción en el corazón de la cultura colombiana que ha anclado al fracaso el destino del país por años.

El acuerdo de paz alcanzado con las Farc es una nueva oportunidad para el Estado colombiano de alcanzar territorios hasta ahora desconocidos por las instituciones y de llevar los servicios básicos de bienestar a los rincones más remotos. Pero su éxito depende en gran parte de la sensatez y la transparencia con la que los encargados de ejecutar los recursos públicos asuman su tarea.

Pero remover la corrupción de la mentalidad colombiana no será fácil en lo absoluto. Si algo ha identificado a los partidos políticos del país es que aún en medio de temibles tiempos de polarización, han sabido encontrarse y ponerse de acuerdo a la hora de sacar tajadas de las cuotas burocráticas y de los presupuestos nacionales y regionales. Lejos de ser un fenómeno exclusivo de la política, la corrupción también ha adoptado cientos de formas distintas en el sector privado y en la vida cotidiana de millones de ciudadanos, que han interiorizado y aceptado acciones como el soborno de agentes de tránsito y la evasión en el pago de impuestos.

Lo que debe ser entendido por los colombianos de todas las latitudes es que mientras la mentalidad de los tramposos y de los avivatos triunfe sobre quienes cumplen las normas, el inmenso perdedor será el país y sobre todo su ciudadanía. La ideología del atajo solo seguirá condenando a Colombia al permanente caos y atraso.

Luego de la terminación del conflicto armado, la más urgente lucha que debe librarse desde el Estado colombiano con el apoyo total de la ciudadanía debe estar destinada a la erradicación de la corrupción en todas sus manifestaciones. Que este nuevo comienzo permita entender que la violencia no se ejerce únicamente con armas y que el corrupto causa un daño igual, o incluso peor, que quien utiliza un arma para sembrar terror entre los más vulnerables.