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Para los que nacimos en la década de los noventa, el esplendor de la juventud es todo lo que hemos conocido. Los años tempranos todavía permanecen en los recuerdos como si hubieran pasado hace poco y la libertad con la que asumimos la vida nos hace pensar, por un momento, que el paso del tiempo no se hará notar por lo pronto.

Pero en medio del día a día, de los años de universidad y del arranque de muchos en el mundo laboral, la vida ha pasado sin dar mucho espacio a la nostalgia. Y es en ocasiones muy puntuales, particularmente melancólicas, cuando entendemos que el camino recorrido es más largo de lo que somos conscientes. Produce incluso miedo percibir algunos de los más valiosos momentos vividos de una manera cada vez más lejana.

Llegan los aniversarios, con los que recordamos las memorias más queridas y los tiempos de mayor ingenuidad, y nos demuestran la distancia que toman de nuestra cotidianidad. Y van pasando los años desde los primeros noviazgos y las primeras fiestas; también los nacimientos y las muertes de algunos de nuestros seres más queridos parecen irse alejando de la realidad del día a día. Todos esos primeros vistazos que nos permitieron abrir la ventana a la madurez, empiezan a parecer inalcanzables.

Aún en medio de la juventud, recordamos que se cumplen diez años desde ese primer e inolvidable amor del colegio; quince desde el campeonato de fútbol que convirtió a muchos en las estrellas de sus cursos; doce desde los días de mayor rebeldía en los salones de clase. Siete años, en mi caso, desde el momento crucial de decidir qué carrera estudiar para cumplir mis sueños.

Y viene de la mano uno de los lados más dolorosos de crecer, que si fuera por decisión propia, nadie quisiera tener que presenciar: el ocaso de mucho de lo que uno ha querido. La capacidad de dejar ir, que todos predican pero que realmente nadie domina. Porque jamás serán fáciles las dificultades que trae la vida, a pesar de la incondicionalidad de quienes nos acompañan en los tiempos más complejos. Ni ver el envejecimiento de los seres más queridos. O la muerte, que es inevitable, y que empaña a todas las familias con tristeza.

Solamente el crecimiento y el éxito, a nivel personal y humano, son capaces de lograr que cualquier sacrificio valga la pena, de cara al paso del tiempo y en memoria de los más queridos ausentes. Ya a estas alturas comenzamos a darnos cuenta de que vivir, en gran parte, es homenajear a quienes más sentido le han dado a nuestros caminos, y que a pesar de que ha sido un proceso largo, aún es mucho lo que falta. Pero si algo tiene esta generación noventera a su favor, es la fascinación con la que ha enfrentado la vida, desafiante de cara a las injusticias y a las tradiciones que pierden sentido.

Crecer no implica abandonar la juventud, ni pretende olvidar la visión soñadora que en los años tempranos nos llenó de ilusiones. Pero sí resulta útil que a los jóvenes de los noventa, desapegados de lo terrenal e ingenuos por definición, haya quienes les lleve a recordar que han crecido más de lo que desde la inconsciente negación han aceptado. Y de paso, que le reiteren que la perspectiva joven, que nunca se debe abandonar, a pesar del miedo que produce el paso del tiempo, es crucial para quienes buscan solucionar algunos de los problemas más difíciles que enfrenta el mundo.

No deja de sorprender la manera inesperada en que el tiempo ha pasado y el reto inmenso que plantea lo que aún está por venir.

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Politólogo de la Universidad de los Andes. Analista de temas políticos y activista por la paz. Creo en un país de jóvenes empoderados, críticos y comprometidos con el futuro colectivo. Músico de tiempo completo.

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Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

-

Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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