No hay dinero, fácil o difícil, que amerite que la vida de alguien termine de una manera tan lamentable como la de Ismael Enrique Arciniegas. Ni hay comodidad material que merezca la pena de una familia que jamás podrá recuperarse de una situación tan tortuosa y traumática.

Cuentan que al señor Arciniegas le ofrecieron cinco mil dólares a cambio de llevar cuatro kilos de cocaína adheridos a su cuerpo con destino a China en 2010, cuando se acercaba a los 70 años. Ese fue el precio que puso a su propia vida, al final de cuentas.

En estos tiempos modernos, la pena de muerte merece una crítica profunda y de fondo, pero en este caso el sistema penal chino ofreció las garantías para un debido proceso, actuando dentro de toda su legitimidad. En esta ocasión la discusión debe centrarse en las ‘mulas’ que aceptan el riesgo de viajar a su propia muerte, muchas veces conociendo los riesgos que enfrentan y en otros casos siendo víctimas de engaños por parte de los mafiosos que realizan los envíos. Deben reforzarse todos los esfuerzos para evitar el crecimiento de este fenómeno, que combina una acción innegablemente criminal con un profundo drama humano y familiar.

Nadie buscaría justificar el crimen de Arciniegas, al aceptar convertirse en una mula de la mafia a pesar de las historias que han dejado claro lo mal que les va a los capturados en el exterior con droga. Y debe aclararse desde un principio que un ciudadano que decide poner pie sobre otra nación, acepta de manera inmediata la entrada en vigencia de la legislación del país que visita. Más aún cuando lo hace con el objetivo de cometer un crimen.

Las mulas que deciden viajar con un cargamento de droga y asumir los riesgos que esto implica, a cambio de cinco mil o diez mil dólares, que están lejos de ser una millonada, no son los grandes jefes de un cartel del narcotráfico: apenas son un pequeño eslabón de ese negocio. Son vistos por los jefes de las estructuras mafiosas como peones de los que pueden disponer, aprovechándose en muchas oportunidades de su ignorancia y de su necesidad económica. Detrás de la mayoría de estos casos de criminalidad internacional existen historias humanas de pobreza y engaño, que lejos de ofrecer justificaciones, sí pueden permitir a las autoridades enfrentarlas desde nuevos flancos.

Luego llega el momento en que surgen los testimonios de los familiares de los colombianos presos en esas circunstancias en el exterior, enfrentando extensos castigos o incluso condenados a la pena de muerte. Cuentan que no eran malos, pero que habían tomado una mala decisión para mejorar la situación económica de sus seres queridos. Y piden de todas las maneras posibles su repatriación, la conmutación de la sentencia, un perdón, una excepción a la regla. Pero la suerte ya está echada y es en pocos casos que el veredicto de una corte puede llegar a ser modificado.

Reflexionando a partir de la historia de Ismael Arciniegas, me atrevo a afirmar que no existe una sensación humana de mayor desolación y tristeza que la de una persona que cuenta los minutos para enfrentarse a la muerte inminente, lejos de todo lo que conoce. Tampoco puedo imaginar un escenario más impactante y traumático para una familia que la impotencia de saber que nada podrá cambiar el destino fatal de un ser querido, a miles de kilómetros de distancia. Tantas historias de sufrimiento pueden evitarse si convertirse en ‘mula’ deja de ser parte del abanico de posibilidades que algunos colombianos en medio de sus desgracias y necesidades llegan a considerar.

Hasta la más penosa de las pobrezas siempre será más honrosa que el lastre de convertirse en un delincuente, y preferible antes que una celda en un país desconocido, sometiendo de paso a toda una familia al dolor permanente.