¿Cómo es posible explicar que una nación golpeada desde todos los ángulos por la violencia no sea aún capaz de entregarle la cabida merecida a las narrativas que buscan construir procesos de memoria histórica?
Los años de más cruenta violencia y represión en países como Irlanda del Norte, Chile y Argentina han dado lugar a que la población civil, junto con instituciones como las ramas judiciales y los ministerios de cultura conviertan en una prioridad las iniciativas para registrar los hechos más infames y los relatos de las víctimas que dejaron.
Lo curioso es que el conflicto colombiano supera por lejos cualquiera de los indicadores de los países mencionados, ya sea en materia de desapariciones forzadas, desplazamiento, ejecuciones extrajudiciales o muertes por cuenta de la violencia. De hecho, cálculos recientes demuestran que Colombia lleva a cuestas más desaparecidos que todas las dictaduras del Cono Sur juntas. Pero el sufrimiento de las víctimas traducido a valores numéricos y estadísticos no es proporcional a los esfuerzos por construir memoria, siendo Colombia la prueba.
Las estadísticas del conflicto armado colombiano, que hasta ahora empezamos a conocer y analizar, son realmente escalofriantes. El Grupo de Memoria Histórica ha estimado que entre 1958 y 2012 al menos 220 mil colombianos murieron a raíz de la violencia política, que ya finalmente nos atrevemos a llamar guerra civil. Y entre los años 1970 y 2015, se tiene registro de al menos 60 mil desaparecidos. Causa inmenso desconcierto que a pesar de la gravedad de lo ocurrido en los años de conflicto, aún la mayoría de masacres y de tomas violentas de municipios permanecen desconocidas para el grueso de la sociedad civil.
La razón de la frustrante falta de memoria colectiva en Colombia frente a lo ocurrido en el marco del conflicto parece tener dos causas principales, que se complementan y se reproducen entre sí. La primera es estructural y de fondo, obedeciendo a la dinámica inconclusa de la guerra. A diferencia de procesos ocurridos en otros países, el conflicto colombiano no ha dado lugar a pausas significativas, por lo que la historia de los últimos cincuenta años ha sido esencialmente determinada por la guerra. Y hasta que un conflicto armado no llega a su final, la conexión entre los episodios de violencia que ocurren durante su curso no es percibida enteramente por parte de la ciudadanía.
Solo el fin definitivo de un conflicto permite a una nación alcanzar la madurez y la seriedad necesaria para repasar con objetividad lo ocurrido, desde lecturas analíticas y alejándose de las aficiones políticas. Por otro lado, la continuidad de la guerra solo da lugar a la naturalización de las dinámicas violentas, por parte de una ciudadanía que pierde la noción del dolor ajeno y que interioriza la violencia como algo cada vez más fácil de aceptar. Instituciones de las sociedades como los medios de comunicación y las religiones también resultan moldeadas por esta transformación de los valores, cayendo en dinámicas relacionadas con la falta de profundidad, el olvido inmediato y la doble moral, convirtiéndose en la otra causa fundamental de la pobreza de la memoria. El cubrimiento de noticias relacionadas con el conflicto desde el sensacionalismo y el amarillismo solo contribuye a la degradación de los relatos.
Una frase citada por líderes de todo el mundo a lo largo de las décadas enuncia que quienes no conocen su historia están condenados a repetirla. La resonancia de esas palabras ha llevado a que generaciones enteras den por hecho que algo tan complejo pueda entenderse como un simple ejercicio práctico. Pero la historia, lejos de ser un instrumento para poner en orden el futuro, debe ser sobre todo entendida como el campo predilecto para la redención y el homenaje a las víctimas de los conflictos, sin ningún fin distinto a ese.
A los cientos de miles de colombianos que han muerto en medio de la violencia, lo único que podrá sustraerlos del olvido y devolverles la dignidad será el poder de la memoria como construcción colectiva.