Difícilmente un mal ha tomado tanta fuerza como la guerra en Colombia, prolongando la pobreza y legitimando la violencia como mecanismo para resolver disputas. Pero si algo ha trascendido la cobertura omnipresente que el largo conflicto llegó a abarcar, ha sido la corrupción, con todas sus formas ambiguas y desde todos los niveles de la sociedad.

Lo primero que hay que decir es que la corrupción no es exclusiva de los políticos, ni es algo que solo se permiten los más ricos. La cultura del atajo, convertida en credo para la mayoría de colombianos desde los años más tempranos, ha llevado a que virtualmente todos, desde las instancias y los espacios a los que tienen acceso, aprovechen la falta de vigilancia de lo ajeno para el beneficio propio o para establecer un precio que permita no cumplir las reglas; ser la excepción de la ley.

Mientras el respeto de una sociedad por sus normas más básicas no sea interpretado como un mandato moral, fundamental para su funcionamiento, las fallas no tardarán en dejarse ver. La injusticia seguirá siendo cometida y la violencia, a pesar de que todos sabemos a la tragedia que conlleva, se reproducirá de forma desesperanzadora. Solo al conocer nuestras contradicciones más estructurales, e intentar solucionarlas con toda urgencia, los colombianos podremos pensar en un país más justo y próspero.

Siendo así las cosas, pocos actos humanos contienen más nobleza e interés por el bien general que la lucha contra la corrupción. Pero en la medida en que la consciencia frente a esta amenaza ha aumentado entre la ciudadanía, también ha sido aprovechada como un estandarte político desde la totalidad de los partidos. Y es frustrante observar la burda paradoja en que algunos de los más cuestionados líderes, estrechamente entrelazados con la histórica politiquería, deciden tomar las banderas contra la corrupción.

Porque si algo debe ser tenido en cuenta por una sociedad es que para hablar de decencia, antes debe primar el buen ejemplo. En ese sentido, debe existir particular prevención frente a los discursos que pretenden poner a la corrupción en el ojo del huracán cuando quienes los pronuncian se encuentran inhabilitados moralmente para hacerlo. Seguir la corriente de un grupo político que pone en duda la legitimidad de un gobierno por cuenta de los escándalos innegables de corrupción en los que se ha visto implicado, pero incapaz de reconocer los suyos propios, solo es caer en su juego y en su búsqueda por regresar al poder.

Aunque a la marcha contra la corrupción de este primero de abril, citada por el uribismo y el ala más retrógrada del obsoleto Partido Conservador, asistirán también personas que admiro y respeto por su convicción, he decidido que bajo ninguna circunstancia participaré. Hacerlo significaría devolver algo de legitimidad a un movimiento político que tuvo su oportunidad para luchar contra la corrupción y que aún hoy, desde el cinismo y las ansias de poder, decide ignorar que también en sus años de mayor relevancia fueron cometidos muchos de los crímenes que hoy sin autoridad moral buscan rechazar.