Nada corrompe tanto como el poder, excepto la voluntad de permanecer en él de manera indefinida. Es en ese punto cuando un gobernante decide disponer de las sagradas reglas de juego de la constitución y de las instituciones, e intenta con todas sus fuerzas moldear el Estado a su semejanza. La esencia de la democracia tiene sus horas contadas a partir de ese momento.
Hubo un tiempo en que la mal llamada Revolución Bolivariana llegó a seducir a muchos en Colombia, en épocas en que la bonanza petrolera era capaz de financiar los subsidios y programas que beneficiaban sectores de la ciudadanía. Varios dirigentes políticos colombianos incluso manifestaron su admiración por los logros -¿logros?- del presidente Chávez, mientras que el mito de la izquierda latinoamericana se ponía de moda en todo el mundo occidental. Pero con la caída del precio del petróleo, combinada con el despilfarro sistemático de lo acumulado en los años de la prosperidad, los gobiernos de Chávez y Maduro le dieron al mundo una insólita lección sobre cómo quebrar en pocos años la economía más rica de toda una región.
Los malos días han continuado en Venezuela, sin dar señal de que el final esté cerca y con la amenaza de que todo puede empeorar. Como si no fuera suficiente el fracaso económico y el enfrentamiento social que augura una guerra civil en Venezuela, el presidente Nicolás Maduro ha decidido traspasar todas las reglas de juego de la democracia, instalando un sistema de feroz represión estatal y de abusos contra el derecho a la protesta. El hambre se ha convertido en una predilecta y macabra herramienta a su favor para comprar apoyo y silenciar contrincantes.
Muchas acciones del gobierno de Maduro, como la creación de milicias urbanas a su servicio, la represión a la protesta, la limitación de las facultades de la asamblea, el incumplimiento y manipulación de los calendarios electorales y el encarcelamiento de opositores son síntomas preocupantes de una transición de la democracia hacia un sistema autoritario. Y ningún demócrata que se respete, sea de izquierda o de derecha, debe encontrar justificables esta clase de excesos de poder en Venezuela.
Esto me ha llevado a replantear algunas ideas a nivel personal. Desde lo ideológico y lo abstracto, hace años me considero una persona cercana a las tesis del centro-izquierda, siendo por encima de todo un radical demócrata y un defensor de las libertades humanas. Creo en la intervención y regulación del Estado en la economía, en la inversión social y en la solución negociada de los conflictos humanos, en la prioridad del diálogo por encima de la mano dura y en el empoderamiento de las mujeres contra un sistema que las ha tratado de manera desigual durante siglos. De la misma manera sospecho de quienes predican las maravillas del libre mercado sin barreras y desconfío de las corrientes que encuentran en el militarismo una manera para atender las disputas sin dar lugar a la reflexión.
Pero la llamada izquierda latinoamericana liderada por Venezuela no ha sido más que una decepción y un insulto para muchos demócratas que encontramos en las tesis del liberalismo respuestas para las necesidades del mundo actual. Esta alianza entre gobiernos, que cada día agoniza más, no solo ha mostrado una peligrosa admiración frente al radicalismo cubano, sino también ha copiado algunas de sus más brutales formas de represión sobre el ejercicio de la oposición. La corrupción ha sido una carta constante en la mayoría de gobiernos del eje liderado por los difuntos Chávez y Castro, siendo también la falta de control sobre la economía un factor común.
La represión que ha ido tomando forma en meses recientes en Venezuela supera cualquiera de los absurdos intolerables vistos en el marco de los gobiernos de la izquierda latinoamericana. El sufrimiento y pobreza a los que han sido sometidos los venezolanos, al lado del uso político de la violencia, son la antítesis del proyecto libertador al que en su momento le apostó Bolívar. Profanan su nombre quienes lo utilizan para legitimar la causa del chavismo.
Los colombianos debemos alzar nuestra voz de solidaridad con nuestros vecinos venezolanos, pero también debemos exigirle a nuestros gobernantes posturas más decididas en defensa de la democracia y la estabilidad regional. Que la innegable necesidad de respetar la diplomacia no sea entendida como una razón para callar el repudio frente a los excesos de Maduro.