Hubo un tiempo en que el servicio de transporte ofrecido por Uber era sinónimo de comodidad, siendo una alternativa razonable frente a los documentados excesos del gremio taxista en Colombia. La diferencia de precios no parecía ser demasiado elevada, mientras que los beneficios en materia de calidad sí eran evidentes. Un clásico ejemplo para explicar el fenómeno de un público dispuesto a pagar más a cambio de un mejor servicio.

La comparación era interesante de realizar desde la llegada de Uber a Colombia. En vez de montarse en un pequeño taxi, en donde tres pasajeros usualmente sobrepoblan el reducido espacio, las más espaciosas camionetas blancas ofrecían campo para el equipaje y permitían a los usuarios acomodarse mejor. El conductor solo hablaba a los pasajeros en caso de que éstos empezaran una conversación. Los caramelos y las botellas de agua eran una compañía infaltable para cualquier trayecto.

Y llegaba el momento de recordar el servicio de los taxis tradicionales, opacado completamente por las revolucionarias camionetas blancas que obligaban a pensar cómo habían sido tolerables tantos años sin ese servicio excepcional. Estos conductores, a diferencia de los taxistas, no tenían necesidad de zigzaguear en el camino, de adelantar en doble carril o de irrespetar las luces de los semáforos. Tampoco sonaba el vallenato a todo volumen en horas tempranas de la mañana, algo insoportablemente usual en el servicio de taxis amarillos, capaz de confundir por el resto del día al desventurado pasajero.

Pero el error, como casi siempre ocurre, fue generalizar con base en unas pocas experiencias. Fue asumir, apoyándonos en un poderoso aparato propagandista de Uber, que todos los conductores de esa plataforma eran parte de la salvación frente a un degradado sistema de transporte público, y que los taxistas, en cambio, eran todos abusivos y tramposos. Nada más distante de la realidad, por lado y lado.

Como usuario cotidiano del transporte público, y apoyado en la experiencia de muchos otros frecuentes pasajeros, he notado con disgusto que el servicio de la plataforma de Uber, que en algún momento creímos maravilloso e inmejorable, ha decaído y perdido lo que en otro momento representó su esencia. Los altísimos costos de las tarifas dinámicas han estafado y disgustado a miles de clientes en el país, viéndose sorprendidos al final de un trayecto corto con una cuenta lejos de ser razonable.

La cacería de las autoridades, incapaces de poner en orden la prestación del servicio de Uber, y la persecución de los bloques de agresivos taxistas han generalizado la sensación de inseguridad entre los pasajeros. Ningún usuario podrá sentirse cómodo en un vehículo, por espacioso que sea, si carga la noción de ser seguido a cualquier hora por la Policía o los enemigos del servicio de Uber. Por otro lado, los conductores de Uber parecen conocer las vías de la ciudad con menor precisión que los taxistas, tomando en ocasiones rutas absurdas basándose únicamente en las sugerencias del GPS de Waze.

Al mismo tiempo, es evidente que los conductores de taxis en muchos casos han decidido ponerse las pilas, mejorando de manera notable el servicio prestado. Cada vez son más los taxistas que consultan a sus pasajeros las emisoras de su preferencia y las rutas más convenientes.

Es por todo lo anterior que mis razones para preferir el sistema de Uber sobre los taxis cada vez se han reducido, mientras que las transformaciones en los vehículos amarillos me han devuelto la confianza en su servicio. Un error es asumir que irregularidades puntuales configuran una falla sistemática entre los taxistas, y también lo es intuir que Uber representa una solución profética al problema del transporte público.