Con cierta normalidad, al acercarse la temporada electoral, con claros objetivos políticos los candidatos dejan salir a flote su lado más humano. Salen a la calle a dialogar con los preocupados habitantes, sonríen y posan para cientos de fotos con las personas que se encuentran en sus recorridos de campaña, y visitan los barrios más marginados prometiendo cambios.
El repertorio proselitista es predecible y casi siempre postizo, cargado de ilusiones en las que la decepcionada ciudadanía, no sé cómo, vuelve a creer cada vez que llegan las fechas de elecciones. Pero a pesar de que la amabilidad de los líderes en tiempos de campaña para nadie deja de ser sospechosa, también esas temporadas le recuerdan a los jefes políticos los temores y las esperanzas que atormentan la vida de los de a pie.
Lo mínimo que puede esperarse de alguien que aspira a representar a los ciudadanos, acción que resume toda la labor de los políticos, es un elemental interés por conocer las preocupaciones y la búsqueda de soluciones que puedan mejorar la calidad de vida de los vulnerables. El problema es que en Colombia, como en tantos otros países, la masoquista democracia ha permitido que muchas veces los electores aclamen a sus propios verdugos y terminen convirtiéndolos en sus líderes.
Hace algunas semanas escribí desde esta tribuna un comentario sobre el humillante golpe que el exvicepresidente Vargas Lleras le propinó a un miembro de su escolta durante la inauguración de una obra. Y aunque desde esa época no veo el video que registró ese episodio lamentable, que los medios solo lograron interpretar desde la orilla de lo cómico, aún recuerdo la imagen desconcertada del intendente Ahumada al ser golpeado y de la visible furia de su jefe. Como era de esperar, el escándalo fue olvidado a las pocas horas y Vargas, bajo la recomendación de audaces estrategas, ha incorporado ligeros coscorrones como parte de su repertorio de campaña, buscando borrar con simpatía aquel recuerdo de indignación.
Pocos días después se conoció otro video en el que el entonces vicepresidente Vargas Lleras era abordado por un admirador, que corría hacia él con la esperanza de estrechar su mano. Vargas, que desde su primer día como vicepresidente ejercía también el rol de candidato, rechazó el apretón de manos y siguió derecho, evitando al ciudadano que se acercaba a él y dejando ver en su expresión el desagrado al ser saludado. ¿Es posible que un hombre que muestra tal desprecio por sus electores tenga la autoridad moral para ser un gobernante justo?
Los excesos de Vargas Lleras con sus subordinados han sido documentados a lo largo de los años, siendo larga la lista de funcionarios que se han quejado de sus malos tratos, en algunos casos llegando a renunciar por esa razón. También son frecuentes las anécdotas de reporteros que han sido tratados con total desprecio por el exvicepresidente, en el marco de las siempre tensas ruedas de prensa. Y se volvieron famosas las ocasiones en que encendía cigarrillos por horas enteras en cabinas de radio, estudios de televisión, así como también en clubes y restaurantes, como si la comodidad ajena y las leyes vigentes lo tuvieran sin cuidado.
Todo lo anterior sin mencionar las bien conocidas alianzas entre el partido liderado por Vargas Lleras y algunos de los más cuestionables líderes políticos del país, que dejan en evidencia absoluta su afán desmedido por llegar al poder sin importar la cantidad de triquiñuelas que sean necesarias para conseguirlo.
Un buen gobernante debe ser antes que todo una buena persona, capaz de ofrecer buen ejemplo y de preocuparse por las condiciones de vida de quienes representa. Por otro lado, el despotismo y la obsesión por el poder por encima de la vocación para servir, son señales de una democracia degradada, liderada por hombres incapaces de responder con honor a las bases representadas. Vargas Lleras le ha demostrado al país su interpretación del poder como un derecho adquirido desde su propio nacimiento, como una deuda de la nación hacia él. Son jefes políticos como él quienes más se han beneficiado de que el contexto electoral del país, a pesar de la fatídica historia, en poco se haya transformado. Y coherente con su falsa ilusión sobre el poder, su voluntad de traer cambios radicales a la realidad nacional y política es nula.
Por eso nunca votaré por Vargas Lleras.