Pocas épocas han llegado cargadas de tanta ingenuidad e ilusión como el todavía joven siglo XXI. Fue resultado de los horrores que definieron a su era predecesora, al genocidio y la segregación, que surgió como respuesta la esperanza de que la humanidad, ya habiendo tocado fondo, abandonaría las posiciones basadas en antiguos odios.

El sueño duró poco. Porque a pesar de la llegada de la globalización, anunciada como la solución a todos los conflictos derivados de la falta de comunicación entre las naciones, el entendimiento mutuo nunca fue alcanzado. Y aunque se asumió que la convivencia entre distintas razas y etnias dentro de los mismos límites había significado el final del racismo, sus causas estructurales nunca fueron desmontadas. Pocos factores, distintos a la forma inmediata, habían enfrentado cambios reales, mientras que disputas heredadas de siglos enteros se mantenían en medio del silencio.

Si algo ha quedado claro en medio de la cruda actualidad es que enfrentamientos que se habían creído saldados a lo largo de la historia, en realidad se habían mantenido vivos en medio de la discreción. Y la prueba de ello es que generaciones nacidas en épocas en que se había asumido el triunfo de la tolerancia han optado por devolverle vigencia a líderes que profesan la xenofobia, el racismo y el nacionalismo radical.

Pocos habrían imaginado hace diez años que luego del gobierno del primer presidente negro, cientos de estadounidenses saldrían a marchar empuñando las banderas de la Confederación que luchó por mantener la esclavitud, buscando demostrar que a pesar del silencio nunca habían dejado de existir. Y que están dispuestos a seguir sembrando terror contra quienes consideran sus objetivos: los negros, los homosexuales, los judíos y los musulmanes.

La reaparición de los grupos de odio, de los supremacistas y los radicales en medio del surgimiento de nuevos gobiernos de derecha está lejos de ser una casualidad. Y su explicación es sencilla: quienes antes se ocultaban y mantenían en privado su naturaleza sectaria han encontrado un momento de respiro, en medio de la noción de que sus premisas ya no son inaceptables en la arena pública ni una razón para esconderse con vergüenza. El silencio y la flexibilidad del Presidente Trump ante el radicalismo es el principal aliado de grupos sectarios como el Ku Klux Klan, que seguirán percibiendo un aire de legitimidad mientras él no los enfrente con mayor vehemencia.

El regreso de los movimientos racistas al ámbito público es el preocupante resultado de una nueva manera de hacer política, cada vez más reproducida en el mundo, que se aleja del estilo de los líderes más memorables y que en vez de aludir a los sueños y esperanzas de los ciudadanos, opta por apuntar a sus miedos más profundos. Y si desde las posiciones más altas del poder no son rechazados con claridad, los grupos más radicales perderán todo el miedo a utilizar la violencia y seguirán desfilando en las calles sin rastro alguno de vergüenza.

Esta historia ya la conocimos, y sabemos con claridad que a ningún destino es capaz de conducir, distinto al de la aplastante derrota para la humanidad entera. Si algo ha quedado claro es que a pesar de triunfar efímeramente, quienes profesan el odio como credo político están destinados a perder. Y a ser recordados con la más merecida ignominia.