El llamado de Francisco a la renovación cristiana podría ser la última oportunidad del catolicismo para reinventarse, en una era en que la ciencia y la universalidad del conocimiento amenazan con reducir el poderío de las religiones. Pero la renovación del credo del cristianismo no solo beneficia a su jerarquía y a sus fieles, sino a todos los no creyentes que vivimos en un país de mayorías católicas.
Porque las religiones son, en esencia, una guía para la convivencia social, una baraja de reglas y de comportamientos que buscan que una sociedad funcione con normalidad. Pero son también las responsables de generar divisiones, conflictos y competencias, sobre todo frente a quienes perciben como diferentes. En muchos casos los fieles a otros credos, las minorías y los ateos son percibidos incluso como enemigos, siendo objeto de acusaciones y persecución. Es así como los principios del amor y la hermandad que promueve la Biblia se han quedado cortos ante las ansias de crecimiento y expansión que durante siglos han caracterizado a la Iglesia Católica.
También en el interior de la Iglesia, a partir del día cero de su papado, Francisco ha sido el centro de la polémica. Desde sus orígenes jesuitas hasta la decisión de conmemorar a San Francisco con su nombre como pontífice, el Papa dejó claro que buscaba alejarse de los lujos para tomar un camino de humildad. Y desde sus primeros pronunciamientos, sin disimulo mostró que buscaba distanciarse de la faceta más corrupta y burocrática de la Iglesia, para acercarse directamente a las enseñanzas de Jesús.
Por eso resulta alentador que los católicos más radicales sean los más fuertes críticos de Francisco, a quien han llegado a tildar de comunista y antipapa. Que protesten los más conservadores, nostálgicos de las épocas en que se podía discriminar a los homosexuales y a las minorías étnicas sin consecuencia alguna, es síntoma de que el progreso, aunque lento, llega. Y si los discursos segregadores son atacados desde una institución tan influyente en el pensamiento de millones de personas como la Iglesia Católica, será la sociedad entera la beneficiada.
Lógicamente, su visión de las necesidades que enfrenta la Iglesia Católica en tiempos modernos ha causado enfrentamientos y resistencia por parte de los sectores más conservadores, quienes siempre patalearán ante cualquier signo de progreso, percibiéndolo como una amenaza antes que verlo como un escenario para reinventarse. Lo que no tienen en cuenta sus críticos es que son pocas las oportunidades que le quedan a la Iglesia para conectarse con las preocupaciones de las personas más jóvenes, en medio de un mundo que se aleja de los más antiguos postulados católicos.
La tarea que tiene en sus manos Francisco es enorme y compleja, siendo muchos los opositores interesados en frustrar su intento por renovar el credo católico. Su futuro como reformista solo será exitoso si es capaz de conseguir una transformación mayúscula de la Iglesia, que de acuerdo con su visión debe adaptarse a la modernidad y alejarse de las tradiciones más anacrónicas y conservadoras.
Como ateo y ciudadano de un país construido en el marco de guerras y conflictos, recibo con ilusión el mensaje de reconciliación que trae el Papa Francisco, aún sin compartir su credo religioso ni su visión sobre el origen del mundo. Ya es hora de que las afiliaciones religiosas dejen de escudar a quienes defienden la segregación, el odio y la guerra, y que desenmascaren la burda contradicción de quienes insisten en hacerlo.