Los colombianos permanecemos atónitos luego de la euforia por la visita del Papa Francisco, a quien muchos tuvimos la fortuna de ver y de escuchar. Pero más allá del revuelo por el viaje de Francisco a Colombia, el país necesita ver muchas de sus enseñanzas llevadas a la práctica.
Porque si en algo somos expertos los colombianos es en ovacionar a los más destacados líderes, aplaudiendo cada palabra de sus discursos, pero rara vez poniendo en práctica sus enseñanzas. Y en el corazón de muchos de nuestros fracasos como nación radica una contradictoria combinación entre cristianismo e inmoralidad. La figura de Cristo es idolatrada, pero su mensaje es ignorado a diario.
Basta con revisar el rol de las iglesias en debates recientes, como el matrimonio entre parejas del mismo sexo y el plebiscito por la paz; asuntos cruciales en la actualidad nacional. Cuando menos, resulta confuso y difícil explicar cómo los seguidores de quien predicaba el principio de “amar al prójimo como a uno mismo” terminaron tantas veces convertidos en un actor organizado en contra del proceso de paz y en el principal defensor de la discriminación contra las minorías.
Ha acertado el Papa Francisco al distanciarse de la faceta más incoherente de la Iglesia, para volver a la fuente primaria de las tesis católicas: las enseñanzas de Jesús. Y precisamente desde ahí, Francisco no mostró temor en exponer a los colombianos cada una de sus absurdas contradicciones. Porque un pueblo que se define como cristiano no puede seguir dando prioridad al rencor y al miedo sobre la esperanza, ni a la venganza por encima de la paz.
Al mismo tiempo, Francisco dejó en evidencia la farsa de tantos dirigentes que han apuntado con sus estrategias políticas a la desesperanza, a la perpetuación de los viejos odios y al miedo frente a la posibilidad de un futuro distinto y mejor.
La visita del Papa Francisco se quedaría convertida en un episodio más, como resultó ocurriendo con las visitas previas de Juan Pablo II y Pablo VI, si su mensaje no se ve traducido en medidas reales capaces de generar impacto. De los ciudadanos y de sus líderes depende que la necesidad de reparar el daño ambiental causado durante siglos sea una prioridad desde las esferas políticas y sociales. De poco servirá la vieja costumbre colombiana de rezar de cara a la catástrofe, si no se estremecen las medidas para evitarla desde la cotidianidad.
Pero sin duda el capítulo que debe ser atendido con mayor urgencia es el del perdón, de cara a un proceso de paz que avanza hacia el fin de las longevas guerrillas pero que ha sido incapaz de sustraer los odios de lo más profundo de la mentalidad colombiana. Los ciudadanos de un país tan cristiano como Colombia deben entender que ningún acuerdo de paz, por perfecto que sea, logrará acabar con la violencia si en el día a día se mantienen vigentes los discursos que han permitido la reproducción del odio.
Durante su visita a Colombia, el Papa Francisco le recordó a los ciudadanos que es posible la construcción de un nuevo liderazgo desde la esperanza, poniendo a un lado la desesperación de las voces reaccionarias que durante años le han apostado al miedo. Es hora de que una sociedad tan católica como la colombiana revise cada una de las inconsistencias puestas en evidencia por el Papa Francisco. Y que dé el primer paso hacia la coherencia.