No es casualidad que sea en medio de debates cruciales sobre el futuro del país cuando más aumenta la división y la tensión entre las orillas políticas. El ánimo nacional, desgastado como es usual al acercarse el final de un gobierno, ha dado lugar a un creciente pesimismo que ha nublado para muchos la capacidad de reconocer avances y progresos.

Tanto la noción de que el país no avanza por buen camino, como la peligrosa polarización frente al futuro del acuerdo de paz, han sido aprovechadas por líderes de todas las inclinaciones políticas, decididos a utilizar el descontento para ofrecerse como la única opción salvadora. Y aunque varios de los jefes políticos que hoy figuran con mayor favorabilidad en las encuestas presidenciales se han mantenido al margen de los discursos que conducen intencionalmente a la división, otros los han adoptado como el núcleo de sus estrategias de campaña, valiéndose de la tecnología.

En la última década las redes sociales han logrado imponerse como un escenario imprescindible para las discusiones de la cotidianidad, siendo ahí donde nacen tendencias y denuncias que en muchas ocasiones son retomadas desde los medios de comunicación y las arenas de representación popular. Y en ese sentido, las redes se han convertido en una revolucionaria herramienta capaz de empoderar a los ciudadanos del común, permitiendo llevar su voz de manera directa a los oídos del poder. Para los candidatos también se ha convertido en un ineludible capítulo de campaña, en el cual se miden fuerzas con sus contrincantes, librando enfrentamientos a diario.

Como la mayoría de herramientas a disposición de la humanidad, las redes sociales en sí no representan progresos ni retrocesos, y es el uso que cada cual hace de ellas lo que finalmente las define. Si un invento es capaz de ofrecer alternativas que permitan cerrar brechas entre gobernantes y gobernados, por solo mencionar un ejemplo, un balance final sería justo a la hora de señalar beneficios y avances a favor de la democracia.

Pero su aprovechamiento por parte de líderes que procuran sembrar el odio y la división entre sus seguidores, que cada día toman más forma de fanáticos que de electores, ha representado un motivo suficiente para que muchos decidan distanciarse de esos escenarios. Cualquiera que haya decidido compartir sus opiniones en una red social como Twitter sabe que en pocos minutos decenas de cuentas son enfiladas con el único propósito de agredir y amenazar.

Lo preocupante es que la agresividad cotidiana en las redes sociales revela un lado decepcionante sobre la manera en que miles de colombianos abordan la discusión pública de asuntos de interés colectivo. En primer lugar porque el concepto del debate, sobre el cual tantos siglos de la humanidad se han construido a pulso, parece convertirse en un sencillo ejercicio de intercambio de ideas donde rara vez uno de los dos interlocutores es capaz de reconocer sus errores o las falencias de su argumento. Entonces el debate se convierte en una avara lucha a ciegas por mantener viva una posición, siendo muchos quienes recurren sin molestia a las falacias más impresentables con tal de defender su punto.

Esta semana, por ejemplo, decidí mostrar mi desconcierto tras el recibimiento del cadáver de alias ‘Inglaterra’ en Carepa (Antioquia) como si se tratara de un famoso artista o deportista. De inmediato recibí varias respuestas asegurando que al haber criticado el incidente puntual de alias ‘Inglaterra’ sin referirme a los reprochables homenajes a los jefes de las Farc, automáticamente asumían que mi posición defendía esa guerrilla detestable.

Eso por solo mencionar una de las decenas de falacias que hoy entorpecen el debate sano en Colombia, convirtiéndolo en un intercambio de lugares comunes y ofensas. Sobre todo, es el momento de preguntarse qué ocurre con la lógica de muchos usuarios de redes sociales a la hora de argumentar, y qué debe hacerse para fortalecer el debate sólido en el país.