Hoy es el día en que una vieja tradición cada vez más agónica logra mantenerse con vida. Por anacrónico o fuera de moda que pueda parecer, son más jefes de los que sería deseable los que aún recurren a la definición más primitiva del mando: la idea de que los gritos y el mal genio son el camino al respeto y a la obediencia.
A pesar de lo anticuado y poco efectivo que ha demostrado ser el viejo error de confundir el miedo con respeto, son muchos los jefes en todas las profesiones los que aún le apuestan a esa fórmula infame. Quizás porque a primera vista acorta caminos y conlleva a resultados más inmediatos. El solo nombre de la ‘escuela del madrazo’, un término acuñado desde las entrañas de las oficinas del país desde hace décadas, resume con cruda sencillez su esencia.
Precisamente esa tesis falaz de que la letra con sangre entra, popularizada durante generaciones enteras, nunca logró demostrar resultados extraordinarios y en cambio sentó las bases para una de las prácticas que más se atraviesa en el camino del progreso: el maltrato.
Lo cierto es que un jefe que recurre al maltrato, desde cualquier profesión u oficio, deja un terrible balance a la sociedad a la que pertenece. Porque a pesar de que ese mecanismo parece entregar resultados inmediatos, como el orden y la aparente eficiencia, son más sus efectos negativos. Sus malas maneras cultivan la falta de ánimo entre quienes trabajan para él, diezman la pasión de sus más novatos subordinados y, de paso, inculcan entre las nuevas generaciones la preferencia por los gritos por encima del liderazgo orgánico.
Puede decirse con certeza que en el fondo, un jefe maltratador revela de manera inmediata sus inseguridades, pero sobre todo su frustración inmensa. Una radiografía del asunto muchas veces permitiría deducir que se trata de la reproducción de los malos hábitos heredados de sus jefes en otros tiempos: la tragedia de un maltratador que en otro tiempo fue maltratado. Y sobre todo, retrata la falta de recursos más civilizados y humanos, como el tacto y la capacidad de generar admiración, que son definitivos para cualquier líder; evidencia la timidez del alma de un líder frustrado, consciente de las falencias de sus facultades de liderazgo.
Es por eso que el afán de los más jóvenes profesionales, que estamos aún en la capacidad de construir cambios significativos, debe estar enfocado en la eliminación de las más perversas prácticas que generaciones enteras de jefes, profesores, o incluso miembros de familia, emplearon como mecanismo de mando. Y entender lo definitiva que es su obsolescencia.
Es la experiencia, con sus implícitos tropiezos y aciertos, la única capaz de enseñarnos, eso sí, con la necesidad de una dosis de sentido común y humanidad, que la tarea primordial de un líder está en darlo todo para que las generaciones venideras conozcan condiciones más favorables y humanas de formación (en todos los ámbitos), capaces de motivar antes que frustrar, prefiriendo la admiración por encima de la obediencia ciega; la sensatez por encima de la injusticia, y de la irracional exigencia de perfección.