Pocas veces en la historia reciente del país los proyectos políticos cercanos al populismo habían tenido tantas posibilidades de llegar al poder por doble partida, siendo varios los opcionados candidatos de izquierda y derecha que con frecuencia recurren a ese mecanismo.
En esencia, el populismo representa el paso de las ideas a las emociones; la construcción de un programa y un discurso sobre las premisas que las mayorías quieren escuchar, y no sobre las verdaderas responsabilidades de un gobernante frente a las medidas necesarias para la sostenibilidad de una nación, que muchas veces son impopulares.
Las propuestas del populismo, aun viniendo de orillas contrarias, en el fondo son similares. Desde su propia definición y sin distinción programática, los líderes populistas buscan tocar en el nervio los miedos más profundos de los ciudadanos, como el aumento de las tarifas de los impuestos y el peligro que representa un país vecino que amenaza la estabillidad nacional. Lo anterior llega acompañado de un pliego de promesas irrealizables de cara a los anhelos más profundos de los ciudadanos del común.
Cada vez es más evidente que son pocos los candidatos capaces de reconocer durante la temporada electoral, en medio de la búsqueda de apoyo a lo largo y ancho del territorio nacional, que un aumento en el cobro de impuestos resulta inminente por cuenta de los golpes sufridos por la economía y por la falta de recursos para costear las ambiciosas reformas del futuro. En cambio casi todos ofrecen cálculos milagrosos capaces de hacer creer a los electores que reducir los impuestos es viable. ¡Cuánta irresponsabilidad!
Por otro lado, y a diferencia de las elecciones de hace ocho años, la amenaza del vecino peligroso, predilecta de los líderes populistas, no es por cuenta de una posible guerra, sino del miedo a una improbable absorción por parte de su sistema fracasado. Y aunque a ninguno de los opcionados candidatos a la presidencia se le ocurriría emular el fallido esquema económico y social de Venezuela, los discursos populistas querrán hacerlo ver como una posibilidad inminente de la cual solo ellos podrán salvar al país.
Los dos ejemplos descritos, permanentemente discutidos en la actual contienda electoral colombiana, dejan claro que las consignas populistas y engañosas están presentes en los discursos de varios de los opcionados candidatos. Y el riesgo, en esa medida, está en elegir un programa popular ante los ojos de los electores y sus necesidades, pero imposible de poner en práctica. La profundización del desencantamiento de muchos ciudadanos frente a la política y el crecimiento de la polarización son algunos de los resultados directos del populismo en la política. Así como los métodos populistas le permiten a un candidato llegar al poder en poco tiempo, sus secuelas permanecen durante décadas enfrentando a la ciudadanía y carcomiendo las bases de la democracia, convirtiéndola en una arena de emociones por encima de las ideas.
El regreso de las propuestas populistas al debate electoral es una señal de alarma que debe preocupar a los colombianos, recordándoles que elegir a un gobernante trasciende la simpleza de sortear entre los discurso que mejor complazcan al oído y que derrotar el populismo será uno de los objetivos más importantes de este nuevo año.