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Ser un ciudadano de bien en Colombia se ha convertido en un difícil ejercicio, mientras que los avivatos y tramposos gozan de cada vez más facilidades y beneficios. ¿Acaso los que creemos en los valores del respeto y la legalidad somos una especie condenada a las dificultades en un país donde las triquiñuelas son un camino al que cada vez más personas parecen recurrir?

Es claro que la vida cotidiana de los colombianos correctos y apegados a las reglas no es fácil en absoluto. Son muchas las barreras que enfrentan quienes entienden que hacer la fila, pagar el pasaje del bus y tratar bien a quienes los rodean son algunos de los ingredientes fundamentales para construir una sociedad funcional y democrática. Lo paradójico es que en Colombia parecen tenerla más fácil quienes prefieren colarse en las filas y pasar los semáforos en rojo, como resultado de la penetración de la cultura de la corrupción en todas las instituciones, y peor aun, en lo más profundo de la mentalidad de millones.

Piénsenlo bien. A diario escuchamos noticias de criminales de todos los niveles que logran salirse con las suyas para volver a delinquir de inmediato. Es el caso del ladrón de celulares que aterroriza y amenaza con matar a quienes a punta de trabajo duro han conseguido lo suyo. A pesar de ser capturado en plena flagrancia, de manera insólita es dejado en libertad en cuestión de horas. Y es también el caso del político corrupto, que luego de robar una millonada imposible de alcanzar por la mayoría de colombianos honrados y trabajadores, consigue un conveniente arreglo con la justicia. Dos años de cárcel, cuando mucho, para luego terminar su condena desde la comodidad del hogar, disfrutando a plenitud los recursos robados.

Lo trágico es que mientras los avivatos y corruptos evaden la ley o insisten en encontrarle atajos, pocos son los incentivos que reciben quienes le apuestan a cumplirle a la legalidad. La detestable tramitomanía a la hora de hacer diligencias, pasando por respuestas conocidas por todos, como “ese sello no se puede expedir en esta sede” o la interminable espera para denunciar un robo, hacen pensar a millones de ciudadanos que cumplir con las normas es una causa perdida, o al menos un asunto de tontos.

No en vano la recurrente frase “el vivo vive del bobo”, que de paso explica la trágica inversión de los valores en Colombia, es una de las más escuchadas en la vida cotidiana. Lo dicen también, de una manera más cruda y escabrosa, decenas de personas que suben a los buses con la esperanza de conseguir unas cuántas monedas a cambio de atemorizar a los viajeros. “Podría estar robando pero prefiero pedir limosna”, como advirtiendo que en cualquier momento su balanza puede cambiar de inclinación.

Pero nada podría alejarse más de la realidad. Si algo ha quedado claro con la puesta en práctica de ese nefasto refrán que enaltece a los tramposos, es que la mezcla entre corrupción e individualismo solo contribuye a ahondar más los problemas. La filosofía de la trampa, además de corroer la mentalidad colectiva a punta de facilismo y desprecio por la legalidad solo lleva a la profundización de la ineficiencia institucional.

Y aunque el mensaje emitido desde fuentes tan diversas parezca proclamar el triunfo de la mentalidad de los avivatos, el cumplimiento de la ley y el ejercicio de la buena ciudadanía son el único camino hacia el progreso y la construcción de una sociedad funcional. Es por eso que deseo, desde estas letras, homenajear a los colombianos que insisten en la corrección y la honradez, a modo de imperativo moral, aun cuando otros caminos se muestren más sencillos y cortos.

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Politólogo de la Universidad de los Andes. Analista de temas políticos y activista por la paz. Creo en un país de jóvenes empoderados, críticos y comprometidos con el futuro colectivo. Músico de tiempo completo.

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