La semana pasada, en una columna de opinión publicada en este blog titulada ‘La tragedia moral de Colombia’ planteé la que considero la amenaza más preocupante para el progreso de la sociedad colombiana: la penetración de la cultura de la ilegalidad y la trampa en la mentalidad de millones de personas.
Al leerla días después pensé que quizás había sido duro con las palabras utilizadas para alcanzar esa conclusión, y que tal vez había sido exagerado en llegar a esa tesis. Pero dos episodios recientes, ambos protagonizados por periodistas, aparentemente desconectados entre sí, dejan en evidencia la profundidad desoladora de esa tragedia moral.
Es el caso de la víctima que al denunciar termina siendo matoneada por el hecho de haber sido capaz de romper con su silencio y buscar justicia. ‘Sapo’ es el término heredado de la cultura de la mafia y aun utilizado a diario, para referirse a quien se atreve a denunciar a un agresor. Pero lejos de ser un héroe, el ‘sapo’ es visto como un actor débil y repudiable, hasta el punto de ser sinónimo de carente de honor. Incluso en ocasiones el denunciante es odiado más que el propio autor del delito.
“Si eso le hicieron era porque se lo buscó”, se dice con frecuencia para defender a los agresores. O al menos para desvirtuar la credibilidad de las víctimas que se atreven a denunciarlos. Fue así como en el caso del periodista Gustavo Rugeles su pareja agredida terminó siendo atacada por miles de personas en las redes sociales, mientras él recibía decenas de mensajes de cómplice solidaridad. De mentirosa la tachaban a ella, mientras que otros desde la chabacanería invitaban a ignorar los comportamientos de Rugeles en su vida privada, como si el maltrato fuera un asunto compatible con la ética profesional.
Pocos días después, la colega Claudia Morales denunció en una valiente y desgarradora columna que había sido víctima de una violación por parte de su jefe años atrás. Su decisión de mantener en secreto el nombre del agresor no solo desató decenas de rumores malintencionados sobre el crimen, sino también llevó a que cientos de personas la atacaran en su condición de víctima.
Una de las teorías, infundada como todas las demás, señalaba a un expresidente de la República como el posible agresor de Claudia. Esa tesis, que no merece ser replicada mientras no existan pruebas, recibió una inaceptable respuesta, impresentable e insensible. Los seguidores del expresidente salieron en defensa suya en completa coordinación, aun sin saber detalles del caso (que solo Claudia y su agresor conocen en realidad). Se trataba de un conjunto de mentiras y de un montaje en contra de su líder por parte de la periodista, según ellos. Pero algo no cuadraba: ¿por qué defender a ciegas a alguien cuando ni siquiera existe una acusación por parte de una víctima? ¿No es aquello una definición extrema y desalentadora de los alcances del fanatismo?
Caerle al caído, como reza el bien conocido refrán, mientras se rodea a los agresores, es síntoma de una terrible enfermedad colectiva que desde hace décadas corroe a Colombia, como resultado de la letal cultura de la mafia y de la trampa. Los ataques sufridos recientemente por las víctimas de los dos casos mencionados solo profundizarán más el miedo a denunciar a los agresores. “Salieron a deber” las víctimas a sus victimarios, diría otro viejo dicho.