Últimamente he vuelto a moverme con miedo e incertidumbre, con esa sofocante sensación de estar entre ojos, bocas y manos de extraños. He vuelto a recaer en la paranoia, aquella vieja compañera con la que crecí. Digo que he vuelto, porque creí que era un tema superado; pero cómo no reactivarla si he vuelto a ver a los fantasmas. Sí, yo también veo gente muerta y aunque Bruce Willis trate de tranquilizarme, los veo vivitos y coleando, caminando cerca de mí, presionándome la conciencia y trayéndome el pasado al presente.

Siempre creí que el remedio ante el fracaso es seguir viviendo, pero va uno a ver y no. La realidad es que así uno decida convertirse en un zombi cristiano, de esos que mueren por la causa y dejan atrás el arado del pasado, siempre volverán esas personas, recuerdos y demás situaciones antiguas que todavía guardan facturas pendientes y que llegan a cobrarlas, sin importar que ya no son meses sino años vencidos y se supone, pagados.

Hace poco me pasó. Estaba comiendo tacos al pastor y creí ver el fantasma de una ex. Me paralicé y desconcentré, pero estoy seguro que no fue ni por la comida ni tampoco por el agua de horchata: es que siempre he creído que la ex es excremento y con la comida no se juega. La verdad es que los fantasmas tienen sus aliados, sus dobles, gente parecida que la simula y hasta representa. En realidad lo que vi fue una vieja muy parecida a la otrora novia, una humana con cara de fantasma. Mi desconcierto me llevó a pensar en que si no les debo nada, si ya todo supuestamente fue saldado, ¿por qué nos paralizamos? ¿por qué nos congela encontrarnos con el pasado? ¿por qué todavía veo gente tan parecida a otra? ¿por qué los vivos parecen muertos?

Lo malo es que a uno no le enseñan a enfrentar a los fantasmas. Intenté evadirlos, huírles, eliminarlos de Facebook, pagarle a mis héroes de infancia para que los capturen y hasta trepanarlos espiritualmente de mi cabeza, pero como si se empeñaran en aparecer, en pedirme cuentas del presente, ahí están. La televisión me los recuerda, los trae de vuelta desde su pantalla brillante, recordándome que de mí depende que vayan a descansar en los jardines de paz del recuerdo (mi cementario personal todavía no patentado). Lo cierto es que si han vuelto debe ser por algo, y como no sirvo para convivir con ellos, tengo que buscar la forma correcta de dejarlos ir.

Fui al pasado, donde los fantasmas fueron sinceros y honestos hasta donde tengo entendido. Fui al futuro, donde los fantasmas ya no tienen lugar. Estoy en el presente, donde los fantasmas me piden más que una movida, un cambio de ritmo que les deje claro que no soy el mismo que conocieron, que tengo algo para darles aunque mi intención tampoco es intimarles. Los fantasmas no saben de tiempos, solo viven en recuerdos que para mí se quedaron en el último viaje hecho en el DeLorean, en el cual volví a hacer una de las cosas que más amo.

Uno aprende a dejar de condenarse y de llorar sobre la leche derramada, porque eso del perdón de pecados por la cruz es una realidad; pero son pocos los que enseñan a restituir, a ponerle las dos mejillas a quienes afectaron inmisericordemente con acciones mugrosas. No le tengo miedo a enfrentar a los fantasmas, solo que no lo había visto necesario hasta que me pregunté ¿qué pasaría si volvieran, si decidieran todos y todas juntos y juntas visitarme y halarme las patas? Puedo enfrentarlos, sí, pero en el fondo algo me dice que yo debo producir dicho encuentro.

 

Luis Carlos Ávila R