Regreso como cuando me fui: igual, pero nunca el mismo. La idea es esa, ir cambiando y renovándose, por eso no entiendo cómo hay gente que se despide de uno diciéndole nunca cambies, como si quisieran que uno siguiera siendo la misma alimaña imperfecta. Asumo que es algo como sigue siendo como te he conocido, pero para mí no hay nada mejor que los cambios, porque solo a través de ellos llegan las nuevas ideas.

A mí me cambió una reciente gastroenteritis. Como no suelo enfermarme nunca, cuando un virus toca mi cuerpo con sus malignos síntomas, hago una pausa casi filosófica en la vida. Para mí, la enfermedad es una perdedera de tiempo y de energía que curiosamente a muchos les gusta, pues la ven como una forma de llamar la atención, de que los consientan y llamen más de lo normal. A mí como la lambonería me agota, no me interesa que todo el mundo sepa cuándo me enfermo, porque no quiero halagos ni compasiones de extraños. Busco que lo sepa solo la gente que sé que realmente le interesa saberlo.

Desde que tengo memoria he tenido un súper poder envidiable: comer lo que sea sin que me pase nada. Parezco un pollo de finca que se manda al buche todo lo que le ponen en frente. Me encanta la comida y la disfruto mucho, sea cual sea la razón para comer. Para mí esos son los súper poderes, esas cualidades humanas envidiables como dormir poco, tener buen aguante y un cerebro limpio de sustancias psicotrópicas.

Tal parece que esas épocas de gloria callejera ahora son historia. Supe que llegaría este día desde que empecé a tomar leche deslactosada, desde que mi evolucionada flora intestinal se volvió tan delicada como la de una duquesa. El perro de mil con salsas de quinientos, los chorizos santarrosanos con limón amarillo, la fritanga zombi de Doña Segunda, la leche entera y todas aquellas baratijas condimentadas vienen a mi cabeza en forma de alucinación, recordándome que si las dejo a un lado podré vivir un poco más y sin tener que volver a probar las sales de rehidratación, el peor castigo que alguien puede recibir.

Nunca supe cómo llegué a enfermarme, si fue por comer alguna santa porquería grasosa en la calle, o porque le estreché la mano a algún sucio, o por recogerle el popó a Colbón, que es como se llama mi pit bull. No interesa. El punto es que sentí lo que Homero Simpson decía cuando competía con el camionero Red: aún queda comida, pero ya no quiero tocarla. No me entraba la comida ni quería saber de ella. Fue ahí cuando me di cuenta de la triste verdad: ya soy grande.

Ahora entiendo cuando la gente mayor dice que el cuerpo no se presta para todo por siempre, que hay que aprovechar lo que se tiene porque los achaques llegan con reflujo, colon inflamado y las prohibiciones alimenticias que eso implica. Ya no tengo ese estómago de gamín canequero como antes, y eso me comprueba que estoy creciendo y convirtiéndome en el ser adulto que creí que llegaría lejos, mucho después en el futuro, o sea en mil años.

Ahora sé que estoy creciendo, y eso me lleva a decirle a mi cuerpo que sí cambie, que se adapte a ir muriendo lentamente mientras yo disfruto la vida a través de él.

 

Luis Carlos Ávila R