El fin de semana se dañó la ducha eléctrica de mi casa. Era algo inminente, pues no se ha inventado el electrodoméstico que logre vencernos a mis hermanos y a mí, hombres de distintas edades pero compañeros de gaminería y amotricidad. La ducha duró con nosotros cerca de ocho años, y hace aproximadamente cuatro meses empezó a chorrear agua por encima.

Aquí vienen los comentarios de los chocolocos, los que dirán que de una ducha obviamente cae agua, esos mismos que publican algo en Facebook y se dan like a sí mismos, que se ríen de sus propios chistes y solucionan todo con alguna frase de Jorge Duque Linares. La ducha tenía una fisura en su parte superior y por ella se filtraba agua fría cuando uno quería bañarse con caliente, algo que yo no podía permitir.

Es desubicante y fastidioso bañarse en una ducha (¿o bajo ella?) que mezcla distintas aguas. Es provocante mucho más cuando el que pone la cabeza es alguien ligeramente neurótico, como es mi caso. Como no podía quedarme con la paralizante sensación de un chorro frío bajando por la espalda, decidí solucionar el problema: le di la espalda a la pared y esquivé como pude el agua helada.

Lejos de pensar en que estaba buscando una ducha escocesa (esa terapia en que se mezcla agua fría y caliente para relajar los músculos), lo mío fue empezar a evadir el chorro que con el pasar del tiempo se volvió doble. Ahora tenía dos cascadas pequeñas contra las que debía pelear cada mañana, un par de serpientes marinas intangibles que con solo tocar mi cabeza se evaporaban, pues ahí ya tenía el cerebro hirviendo a mil revoluciones. Renegué, tal cual como lo haría Abe Simpson: con la mano enhiesta, el ceño fruncido y la impotencia de ser vencido por la hidráulica y la electricidad.

Fue entonces cuando decidí armarme de valor y sin perder más tiempo y paciencia, probar con mis propias manos qué sucedía. Subí la mano para tapar los huecos, con tan mala suerte que el corrientazo me mandó a volar. La mano izquierda fue a dar contra el quicio de la puerta, produciéndome un par de raspones exteriores. Estando ahí, tirado contra una pared de baño, recordé que ya he sido vencido por tomas de corriente, cerraduras, mangueras, hornos microondas y demás objetos inanimados de los cuales lo que más me enfada es eso: que no tienen vida, que no están hechos para lastimar pero aún así me han dejado callos y violencia con su sola existencia.

Esa es la vida: lastimarse con personas, animales y cosas que son el atrezzo, la decoración escenográfica y hasta la utilería de un set donde se supone que es uno quien tiene el control. Nos esforzamos por tapar goteras usando el dedo y luego nos lamentamos ante el dolor de estar empapados. Tomamos medidas medias cuando lo que se requieren son medidas completas. Y de eso me encargué, solo que pienso contarlo en una próxima entrada.

Mejor dicho, esta historia continuará.