No hace falta ejemplificar mucho para convencerlos de que la gente se indigna por bobadas. Llevo contados los últimos 10 años de mi vida, con sus días y sus noches, disculpándome con todo tipo de personas y comunidades por comentarios, memes, tuits, apuntes y cuanta forma de expresión me salga de los dedos y la boca, todo porque me reniego a fusilar mis líneas con los clásicos «Es molestando» o «No mentiras», los mismo que matan el chiste al hacerlo explicativo y literal.

Sí, soy un purista de la comedia, y desde que a la gente se le dio por indignarse con un bobalicón como yo, que además de imprudente e ignorante tiene mala memoria para los insultos, no me queda nada más que indignarme también. Ahora ya no se puede opinar ni bromear con nada, porque estamos en un punto de sobrevaloración y de ego humano tan peligroso, que el ídolo falso de uno mismo se incomoda ante la más mínima contracorriente. Es entonces cuando entiendo la importancia de ofrecer disculpas y pedir perdón, porque es la forma de reivindicarse y hacer borrón y cuenta nueva.

Pedir perdón ya me es costumbre, es casi como una muletilla. Debe ser por eso que me la paso embarrándola, porque sé que es un recurso habitual que me va fluyendo. Tal vez esa es la razón de por qué me cuesta tanto socializar, porque estoy convencido de que la gente se va a tomar todo lo que digo de maneras tan literales como aterradoras, y me va a tocar ofrecer disculpas. Pienso en ello ahora que estoy estrenando equipo freelancero, y la verdad cuando nos juntamos procuro no hablar mucho porque no sé a quién pueda terminar ofendiendo sin querer queriendo, ya sea con el hecho sencillo de respirar o reír, o existir, que es como nos pasa a muchos de nosotros con quien nos incomoda.

Lo peor es que la indignación crece cuando la imprudencia sale de un ser que dice seguir a Jesús, como yo. Es tal el grado de aversión que se levanta entre la gente, que sinceramente me dan ganas de irme caminando a la casa, pensando por qué no somos capaces de aguantar sin lloriquear la opinión de otro. Si lo que otros dijeran fuese lo que me hubiera dado identidad, sería hipster, cristiano humanista, periquero, morboso y morrongo, además de fascista y chismoso. Me cuesta, porque la gente cree que por ser cristiano uno no puede hacerle bromas a un oficinista gay, no por gay, sino por oficinista. Y así con todo.

Al paso que vamos, perderemos la poca capacidad reflexiva que nos da el otro, quien desde afuera nos ve mucho mejor. No sé si lo que nos lleva a indignarnos es el miedo a descubrirnos desde afuera, o tal vez la insatisfacción frustrante de que el otro tenga razón y se nos desbarate la miserableza de creernos el centro del universo cuando no somos ni basura cósmica. Todo esto para pedirles, humanos a quienes he ofendido, perdón. Perdón sincero, porque cuando opino no lo hago buscando incomodarles, o por lo menos no tan de frente como si fuesen insultos a sus progenitoras.

Es entonces que recuerdo una frase que le oí a Diego Camargo: «Comediante que no se mete en problemas, no es comediante». Creo que ya tengo el primer requisito, ahora a plasmarlo todo en rutinas y entradas que no hagan daño. Una vez más, perdón por este final de entrada tan mediocre. Perdóname mamá. Perdóname Chespirito. Perdóname Jesús.

 

LUIS CARLOS ÁVILA R