Lo peor que le puede pasar a uno es acostumbrarse a algo. Es triste, porque aunque lo neguemos, somos animales de costumbres y rutinas, y no precisamente de stand-up comedy. Nos encanta tener el control de la cosas, o por lo menos tener la fe de que todo va a ponerse mejor cada día, que en mi caso siempre es elemento redituable.

La costumbre, en mi caso amarga, de andar por la vida con perfección y buen raccord ha hecho que cuando me lleguen los traspiés, tenga la tendencia a pensar que todo está echado a perder, que de esta (otra) no me levanto y que la leche derramada la lloran los santos que van marchando. No es que le tenga miedo al fracaso, de hecho me gusta, pero si me dan a elegir lo quiero como amigo, como goce temporal, como un fin de semana largo, no como alguien habitual con quien quisiera pasar el resto de mi vida.

Que salgan las cosas mal es el inicio de lo grande, pero uno insiste en buscarse la vida en la perfección, y no hay nada más humano que ser imperfecto. Tantas historias de gente maravillosa a la que el fracaso los catapultó, a quienes las crisis los sepultaron para resurgir como el ave Fénix de Bedout que son, que creo que hacerse leyenda demanda vivir conociendo a qué sabe la lona, o por lo menos haberla probado unas buenas veces.

Me toca creer, porque la inteligencia y el talento son traicioneros confidentes. Nada más creer, a pesar de que a la gente como a mí, que desde pequeños se les ha orientado al éxito y al «Eres especial», pocas veces se nos ha dicho que tocar fondo es el real proceso de santificación y consagración. A la gente como yo, que nace creyéndose la gran cosa, el destino se lo refuerza pero la realidad se lo derrumba, y está bien que sea así.

Todo esto no porque esté pensando en diomedizarme (que para efectos de este blog es morirme, o autosuicidarme colectivamente), más bien es un cúmulo de reflexiones después de haber visto Birdman y sentirme como el Michael Keaton del cristianismo: una suerte de héroe que día a día aprende a sobrevivir, con el peso de haber sido bueno y que cuando enfrenta crisis ve venir el retiro de las grandes ligas.

Y es que a uno no le enseñan que en la vida a los «buena gente» no siempre les va bien, que uno no es tan especial como para no hacer fila ni tan equis como para que no valga la pena acercarse. Nos ha hecho falta entender que no somos dioses especiales, que renunciar a veces está bien, que luchar no siempre es lo correcto y que ser hijos de Dios no indica que todo nos salga como lo hemos pedido. De eso se trata, de confiar en que hay alguien con mejor disfraz de héroe que el de uno, que ve las cosas en picado y está listo para accionar uno que otro milagro creativo inesperado.

Hay que creer que las montañas también tienen doble cara, como los discos de vinilo. Hay un lado B de todo, y es ese el que hay que aprender a buscar, que es como ciertas canciones de ahora donde uno no entiende nada pero suenan bonito. Y suenan bien justamente por eso, porque uno ignora lo que dicen y simplemente demandan que uno se deje llevar por el compás y baile con ellas, que generalmente es moverse en otras direcciones antes no exploradas, algo así como bailar al revés.

Bailando al revés, oyendo el lado B es que se recorren los nuevos caminos y probablemente ahí están las canciones sorpresas y las soluciones, las mismas que uno encuentra cuando oye con detalle, sin andar pensando en qué mensajes subliminales pueden llegar a tener. Por eso ahora espero, entendiendo que todavía no he visto nada y que es demasiado prematuro querer jubilarse cuando no se ha bailado lo suficiente.

 

Luis Carlos Ávila R
@benditoavila