¿Quién no recuerda los días de inducción en la Universidad? Alguien que no haya asistido, supongo. Pero mi caso no fue ese. Voluntariamente, hace exactos 13 años, llegué a la Facultad de Comunicación de la Javeriana a vivir el paseo completo en persona, para que nadie tuviera que contármelo jamás. Recuerdo que en esos primeros días el paso del tiempo no era algo que me trasnochara, porque el futuro era algo que todavía se demoraba. Y va uno a ver y no, porque en un abrir y cerrar de ojos se pasaron los mejores 6 años de mi vida. Sí, la universidad me gustó tanto que casi no me sacan de allá.

Ahora, con un cartón que me acredita como Comunicador Social, me encuentro en la vida laboral con personas que sufren porque se acercan a cumplir 30 años, o como dicen los oficinistas, van llegando al tercer piso. A los de esta especie se les ve analizando la actualidad noticiosa, preocupados por no aparecer reportados en Datacrédito, embarcados en largas maratones de series televisivas, padeciendo cuando toman leche entera y contando historias protagonizadas por ellos hace más de 20 años. Y es así como me doy cuenta, con temor y temblor, que ahora soy uno más de ellos.

Pero la idea no es caer en agonías generacionales, porque tampoco es que crecer haga a la gente más aburrida, aunque en el fondo uno va cambiando sus fotos de fiestas y parrandas por las de babyshowers y matrimonios. El punto es que vengo del futuro para decirles, amigos universitarios, que están en los mejores días de su vida, y que como tal se les escurrirá como agua entre los dedos. No quiero sonar como a sus respetadas madres, pero va uno a ver y siempre han tenido razón cuando aconsejan no perder el tiempo para que no lloren los Santos, porque con un papá presidente, ellos ya tienen la vida resuelta.

Si a usted le faltan varios años para llegar a los 30, sépase preparar para cuando le llegue la hora de no poder salir a la calle sin protector solar, o cuando su correspondencia esté integrada por planes de medicina prepagada y extractos de tarjetas de crédito a su nombre. Este es el momento de crecer personal y laboralmente, porque si la vida no está como para ser mediocre, después de los 30 sí que menos, así que aventúrese a valorar sus años mozos de creatividad y emprendimiento.

Pero si usted es de los míos, los mismos que ahora buscamos la comodidad de unos zapatos por encima de que estén de moda, que tenemos sastres y demás proveedores de confianza, o que trasnochar nos destroza porque “ya no estamos para estas pendejadas”, no se dé tan duro y disfrute de esta nueva etapa. Está demostrado que muchas de las mentes más brillantes de la historia llegaron a la iluminación después de los 30 años, y de todos aprendemos lo mucho que hay que fracasar para llegar a cualquier cima.

Yo acabo de cumplir 30 años, y la verdad pensé que me dolería más. No he logrado todo lo que esperaba, pero ya tampoco importa. El reloj biológico es inexorable, y no hay nada que lo detenga así uno quiera, como Mafalda, parar el mundo para poderse bajar. Llegué a esa edad donde aunque no se trasnocha ni se come igual, todo parece ponerse mejor.

Ahora la apariencia es lo de menos y el añejamiento es lo de más. Y como el palo no está para cucharas, lo mejor es que el lector universitario, o el treintañero abatido y hasta el cincuentón evasivo se monten en este DeLorean y piensen que la mejor etapa de la vida depende de uno mismo, no de los años que diga tener. Ahí sí como dicen los oficinistas más recorridos, la vieja es la cédula, y la joven es la contraseña.

LUIS CARLOS ÁVILA R

@benditoavila