Hace unos buenos años hice mi penoso debut en la comedia malparada, y desde entonces tengo una extraña relación de amor y odio con el oficio cómico. Por una parte, me quedó gustando eso de pararme en los escenarios, lugares donde se libran poderosas batallas con el público tan solo por el anhelado botín: su risa. Me gusta hacer el ridículo, que se rían de lo que digo y hasta se ofendan, porque eso de la comedia no admite tonos medios ni sensiblerías. Por algo, Diego Camargo dijo que un comediante que no se mete en problemas no es un comediante. Hay que ser brutalmente honesto y a la mayoría de seres humanos lo que menos les gusta es que alguien les diga la verdad en la cara.

Y empiezo por mí, que vivo riéndome de mi propia estupidez. Normalmente ando haciendo alarde de mis fracasos, rechazos y demás aplicaciones de la Ley de Murphy en mi existir. Falta pelo para moño, pero lo cierto es que nunca pensé que podría vivir haciendo el ridículo. Confieso que uso la comedia como una herramienta de denuncia y de emocionalidad previa a un punzazo, pues no hay nada mejor que hacer que la gente se ría mientras sigilosamente se les está lavando el cerebro; pero también que es la forma de ponerse en comunión con el otro, como dice Luis María Pescetti.

En principio a la gente le da risa ver que alguien acepta burlarse de sí mismo, pero ay cuando medio les tocan sus deidades, sus sistemas de pensamientos, sus moralidades. Es triste decirlo, pero no hay nada más doloroso que tener sentido del humor en una era como esta, donde la literalidad le está dando muerte al mamagallismo, donde la sacralización de temas pone censuras, donde se regula hasta la protesta social de quien solo quiere poner un punto de vista y suavizar la aspereza de la jartísima corrección política.

En mi caso, ahora debo ver cómo mis tuits, post y demás comentarios son sometidos a escrutino con lupa, bajo la mirada de quienes esperan descifrar mis traumas, o de quienes espera encontrar gazapos, identificaciones personales e incluso mensajes subliminales. Pero peor aún, esa sensibilidad mezclada con ira que flota en el ambiente, como una rinitis que entre más respiran más les nubla la tolerancia y el buen juicio.

Hace unos días leí una entrevista que le hicieron a Terry Gilliam, uno de los genios detrás de Monty Python. Allí decía que un fenómeno cómico como el de ellos no podría existir en una época como esta, donde la gente no ha vuelto a pensar. Ahora hay demasiada furia y los Monty Python no estaban enfadados: eran listos y se reían de todo. O sin ir más lejos, lo que formuló el inmenso Chespirito, que es una comedia pura y blanca, también encontraría en la actualidad uno que otro aleccionador moral juzgando su aparente apología a la violencia, por decir algo.

Lo cierto es que ahora nadie quiere debatir, todo es blanco o negro y a la gente le asusta decir lo que piensa. Debo confesar que yo mismo he caído en esa clasificación temática de lo que es motivo de risa o no. Ahora tengo miedo de decir demasiado, y no hay nada que se sienta más feo que eso. De un tiempo para acá he recaído en eso de «no quiero ofenderte», que en principio me ha hecho pensar en que soy leído u escuchado por otras personas que quiero bendecir, pero que además desconozco.  Hace unos días puse algo en Facebook. No entraré en detalles porque me da pereza. Puse algo gracioso y terminé generando una discusión que francamente se volvió aburridísima, todo lo opuesto a la comedia.

«No hay nada más doloroso que tener sentido del humor en una era como esta, donde la literalidad le está dando muerte al mamagallismo, donde la sacralización de temas pone censuras, donde se regula hasta la protesta social de quien solo quiere poner un punto de vista y suavizar la aspereza de la cotidianidad»

La comedia es esa empalagosa y emocional maña de alegrarse ante el dolor ajeno, regodearse en el caído y darse cuenta que siempre habrá alguien peor -y mejor- que uno. Hacer reír es satisfactorio, mucho más cuando se logra habitar entre el lado agrio y el dulce del hecho cómico, donde uno expone el dolor y la frustración personal para que muchos exorcicen sus penurias. La risa libera a través del tabú, de lo que pocos se atreven a decir. Tenemos que ser capaces de reírnos de las cosas. La comedia es tan importante porque derriba las cosas autoritarias, permite a la gente reírse de las vacas sagradas, hace a la gente pensar.

Creo que si seguimos con esa indignación millenial, ese retroceso a tiempos primitivos, haremos más difícil la vida. De por sí las cosas no son fáciles, el mundo se pone cada vez peor y no debemos privarnos de opinar del presidente bebé correveidile, de la vecina que le habla a su perra como si fuera su hija, del parecido razonable de alguna figura pública con un personaje de caricatura. Hay que burlarse de todo, incluyendo permitir que se burlen de nosotros, solo así simplificaremos nuestra existencia y nos haremos más inteligentes, pues como dice Robert Mckee, «La gente estúpida no se ríe».

 

LUIS CARLOS ÁVILA R

@benditoavila