Todavía recuerdo el día con exactitud. Fue un sábado de enero, hace algunos años, cuando mi familia y yo nos aventuramos a cruzar la ciudad tan solo con una misión: ir al rescate de un cachorro. Sí, la cuestión era de urgencia, pues a través de Facebook nos contactamos con un muchacho que estaba dando perros en adopción. La verdad siempre supe que estábamos corriendo un riesgo inminente, porque no fuimos por cualquier perro, fuimos por un Pit Bull .
Un Staffordshire Terrier, para ser más exactos. Y aquí hay que hacer varias salvedades, porque aunque existen distintas razas de perros denominados «peligrosos», siempre los Pit Bulls salen al baile como los peores sindicados. Lo encontramos llorando, corriendo torpemente, moviendo la cola detrás de su madre, quien no daba abasto para alimentar a la camada. Lo escogimos porque era el más pequeño e indefenso de todos, y como en mi familia la estatura es un asunto que nos tomamos a gran escala, este era el indicado. Allí le decían Chaparro, pero para nosotros siempre ha sido Colbón.
Lo mejor de tener un Pit Bull es vivir con un animal gracioso que más que instinto asesino, como tristemente cree la mayoría de la gente, tiene una energía desbordante que se manifiesta en ese carácter juguetón y en su espíritu siempre tan leal. Es un protector fuerte que cuando sale a la calle llora porque quiere jugar con otros perros que lo ven intimidados, mucho más cuando sus dueños gritan y se escandalizan al pensar que un Staffie con bozal se acerca.
Los dueños se llevan a los perros y Colbón queda íngrimo en el parque, con todas las ganas de relacionarse a cuestas. Me imagino que no hay que ser perro para sentirse menospreciado, porque peor que los perros somos los humanos. Nuestra raza bípeda, que se precia de la razón y la lógica como elementos de pensamiento, es la que más suele rechazar a los mismos de su especie basándose en las apariencias, y peor aún, es la que más usa a los animales de maneras para las cuales no fueron diseñados.
Estoy seguro de que los animales nos enseñan tanto o más de nosotros mismos, de lo que podemos siquiera pensar. Recuerdo que cuando empezamos a convivir con Colbón, nos emocionaba jugarle, sacarlo a correr e incluso hasta dormir con él; pero como sucede en toda relación cuando entra la costumbre, empezamos a dar por hecho que siempre estaría ahí y los juegos mermaron. En cambio, afloraron los egoísmos, nuestros «sáquelo usted que yo hoy no puedo», y rápidamente olvidamos que mientras todos salimos a la calle, estudiamos, nos casamos, viajamos y hasta vivimos, el sentido de existencia del perro son sus amos, que su vida se reduce a esperar que lleguemos para darnos su afecto y cariño.
En épocas anteriores me enfrascaba en discusiones bizantinas, tratando de explicarle a las personas que los Pit Bull no son máquinas diseñadas por el Creador para matar, que son seres amorosos y poderosos que incluso son de las razas más tolerantes con los humanos y que en zonas de Estados Unidos y el Reino Unido fueron usados como niñeros. La verdad, cualquier argumento se viene al piso cuando se dan noticias como esta, en la que un par de colados en Transmilenio usaron a un Pit Bull para atacar a un policía. Además de vergonzoso, este tipo de acciones refuerzan lo que todos los dueños de un Pit Bull tememos: la estigmatización del perro, que incluso recae en nosotros mismos.
Porque tristemente hay que decirlo. Como el perro habla del dueño, muchos vecinos piensan que somos sicarios, ladrones o recicladores. No contentos con que use bozal, con que salga a deshoras y con que esté al día en cuando a lo que la Ley pide, los vecinos y demás transeúntes ocultan a sus niños, gritan y lanzan indirectazos al aire cuando Colbón se asoma, como si con palabras en contra de los amos pudieran acorazarse de la supuesta amenaza. No los culpo, seguramente nunca han tenido mascotas y no saben que tener animales es una de las cosas que más nos humaniza.
Lastimosamente, ser dueño de un Pit Bull es siempre llevar las de perder, porque no importa si un Pincher o un French Poodle de esos que viven con ancianas que los visten con tutú nos ataca, muerde y hasta aruña: la culpa es del «perro asesino» que lo miró con rabia. Tan solo puedo recordar la historia de Old Yeller, aquel perro que se convirtió en una amenaza y tuvo que ser sacrificado para que la comunidad pudiera volver a dormir tranquila.
Tener un Staffie me ha enseñado que vivimos en una sociedad llena de rabia, donde todos andamos con los ánimos alborotados y nos enorgullecemos de ser gente de mecha corta, que ante cualquier estímulo reacciona con explosión. Buscamos chivos y hasta perros expiatorios para cargarles nuestras culpas y así intentar redimir nuestras conciencias orgullosas.
Tal parece que la rabia no es propia de los animales, que somos los humanos los que sobrevivimos con nuestra mente corta y enferma, sin saber que necesitamos una vacuna contra la infecciosa antipatía vestida de ignorancia. Pero como en Old Yeller, erradicaremos lo que nos incomoda ignorando que eso sólo es una solución tipo cobija corta, de esas que tapan la cabeza pero destapan los pies, y que con el tiempo no servirán de nada. No podremos vivir juntos hasta que no entendamos que no hay animales peligrosos, sino dueños equivocados.
LUIS CARLOS ÁVILA R