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Linda cae: su salto es la voz rasgada de un blues. Horas atrás, antes de atravesar el cristal de su cuarto de hotel, aplaudía en un concierto a ‘Count’ Basie. Y hace casi dos décadas conoció a Billie. Vaya que lo intentó: Linda grabó testimonios, apuntó datos, escuchó a la mujer que canta. Supo de sus amantes y adicciones y de juicios. Encontró fantasías. Pero no pudo –o no supo o no quiso– desentrañar las contradicciones de la figura envuelta en una armonía triste. Una noche de 1979, en Washington, Linda Kuehl cae.

Pasan algunos, varios años. La escritora británica Julia Blackburn recupera el material que Linda Kuehl –escritora y periodista de The Paris Review– había recogido sobre la cantante Billie Holiday. Se encuentra con entrevistas hechas a 150 personas cercanas o relacionadas indirectamente con la intérprete. Unas transcritas, otras conservadas en cintas de audio. Blackburn también encuentra documentos judiciales, datos de ingresos económicos, fotos, cartas. Y se encuentra, también, con las conversaciones que Billie y Linda sostuvieron. Algo tiene que hacer con la apabullante montaña de información, piensa, así que publica Con Billie Holiday. Una biografía coral (Global Rhythm Press). Como “el orden nunca ha destacado entre mis virtudes”, según dice en el prólogo, Blackburn presenta el material de Linda a manera de documental. No desarrolla ninguna tesis sobre la personalidad de Holiday. Deja que los personajes hablen. Y cuando la gente habla, puede decir lo que sea. Incluso, mentir.

La historia ha mostrado solo una cara: Billie, la trágica. Por la fabricación de esta imagen es difícil señalar a un culpable que no sea ella misma (a decir verdad, es también innecesario). La autobiografía Lady Sings the blues –llevada con el empalago típico de Hollywood al cine– es una fabulación nebulosa. No por nada Tusquets, la editorial que la publicó, escribió en el cintillo: “Fábula”. Es cierto que Billie escribió su historia luego de su paso por la cárcel. Es cierto que necesitaba dinero y que vio en la publicación una oportunidad. Es cierto, también, que era drogadicta, alcohólica y que le fue prohibido cantar en lugares que vendieran licor. Su vida no era un mar en calma. Pero como su voz imitando la sordina de una trompeta, Billie deformó. Reinventó a sus padres, su vida de prostituta, los lugares en los que vivió. Decir Billie Holiday es una novela completa. Una duda no resuelta.

¿Quién diablos era Billie? Billie era Eleanora. La niña Eleanora escuchaba la trompeta de ‘Pops’ y la fuerza vocal de la todopoderosa Besie Smith. Aprendió, casi sin querer, a interpretar una canción de mil maneras. Eleanora dejó de ser niña cuando Wilbert Roch la violó. Tenía 11 años. Fue enviada a un internado católico, pero su estancia allí fue corta y regresó a una pocilga en Harlem. Como su madre, fue prostituta. A los 16 ya bebía y se drogaba como el diablo manda. Se rebautizó: sería Billie inspirada en una actriz y sería Holiday por un supuesto y no comprobado padre. Billie cantaba. Bebía y cantaba. Un día el productor John Hammond la escuchó, la puso en un escenario junto a Duke Ellington y su carrera despegó. Grabó con Count Basie, Artie Shawn. Dejó piezas obras maestras como All of me o Strange fruit. Pero al mismo tiempo, llevaba a cuestas un torbellino que al final la arrastró. Las sustancias dejaron un cuerpo de 44 años con alma inmortal.

La leyenda es inaprensible en toda su complejidad. Solo tal vez, para conocer otra cara de Billie hay que remitirse a su música. Ver, por ejemplo, una grabación de la CBS de 1957. Billie está sentada en medio de los músicos. Su cabeza gacha, su mirada es traviesa. Es placer. Suelta: “my man don’t love me / he treats me, oh, so mean” y el mundo se transforma. La voz aterciopelada acaricia el tímpano. Embriaga la sala y entra en armónica sincronía con la sordina del saxo. No importa el pasado de abusos. Tampoco el futuro en prisión ni la muerte trágica que ya está escrita. Está la música. En franca complicidad con una mujer que desconoce, Billie cae.

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