Los últimos años han sido esenciales para el resurgimiento del nacionalismo en Japón, así como en las dos Coreas y en la República Popular China. El resultado ha sido catastrófico y ha puesto en entredicho una estabilidad que durante décadas marcó el devenir de la zona. Dicha región había sido golpeada en el pasado por las guerras; basta recordar los dos conflictos sino-japoneses de finales del XIX y de la primera mitad del XX, cuyos efectos devastadores aún permanecen en la memoria de millones.

Recientemente y a propósito de las tensiones entre China y Japón por las Islas Senkaku/Diayou, en China se produjo el boicot de las obras del reconocido escritor japonés Haruki Murakami, criticado a su vez, en círculos intelectuales que consideran que su literatura no es cabalmente japonesa. El hecho revela una paradoja: los ataques contra Murakami desde adentro como desde afuera tienen diversas justificaciones, pero un común denominador: el nacionalismo. En China lo fustigan por japonés y en su país algunos críticos le reclaman la influencia que en su vida y escritura han tenido autores como Raymond Carver, John Irving, Tom O’Brien, Truman Capote y F. Scott Fitzgerald, entre otros. Profesores japoneses de literatura anglosajona, como Reichii Miura, ven en el éxito de Murakami una imposición de la cultura estadounidense sobre la japonesa.  

La respuesta de Murakami es simple. Equipara el nacionalismo con un alcohol barato que exacerba las pasiones y lo que es peor: niega el mecanismo de la razón para la solución de controversias. Al considerar al fenómeno como una histeria, Murakami ha preferido ubicarse como un antinacionalista en un país que se debate desde hace muchos años, entre las influencias externas (más allá de Occidente), y una vasta cultura alimentada sin cesar, por diversas manifestaciones artísticas de las que Murakami es hijo.

El nacionalismo es uno de los fenómenos que comporta mayores riesgos en el siglo XXI. El pasado reciente contiene suficientes lecciones al respecto, ignoradas o manipuladas por políticos que las ponen al servicio de intereses inconfesables. En el noreste asiático algunos indicadores revelan una preocupante tendencia. La elección en Japón y Corea del Sur de los ultraconservadores Shinzo Abe y Park Geun-hye, respectivamente, revive el nacionalismo y pone en entredicho una vocación pacífica vital para la estabilidad de la zona. A esto habría que añadir, un sentimiento comparable que resurge en China en al marco del reciente XVIII Congreso del Partido Comunista y en Corea del Norte con la muerte de Kim Jong Il.

La tendencia es peligrosa y el viraje solo puede ser amainado por una sociedad que tome distancia frente a semejantes anacronismos. El papel de los escritores, en ese sentido, no deja de adquirir una relevancia mayor.

Un dato final proporcionado por Murakami en una entrevista (de las poca que concede): mientras Tokio y Beijing se enfrentaban por las Islas en mención, la venta de 1Q84, una de sus últimas novelas, superaba el millón de ejemplares en China. No existe mayor contribución para el entendimiento de dos naciones que aun cuando sus líderes se enfrenten públicamente, de forma paralela y en el anonimato, miles o millones se entrelacen a partir de la cultura.