Desde comienzos de este año, el gobierno colombiano ha apostado por un cambio radical en Venezuela. Para ello, se embarcó en la aventura que suponía reconocer a Juan Guaidó como presidente (no solo de la Asamblea Nacional) y desvincularse de cualquier contacto diplomático con el oficialismo. El cálculo colombiano, para ese entonces y que no era del todo ilógico, consistía en que el impulso del que carecía la oposición para dar el salto y empujar una transición consistía en el apoyo internacional. No obstante y contra aquellos pronósticos, Nicolás Maduro no solo se mantuvo sino que además, fue capaz de superar lo que ha sido el intento de ruptura (o restablecimiento de la democracia dependiendo desde qué orilla se observe) más serio desde que se encuentra en el poder.
La aprobación de nuevas rondas de sanciones e incluso la amenaza de la suspensión de actividades de la Chevron, por parte de Estados Unidos, no han sido suficientes para debilitar significativamente al establecimiento. Hoy el país se hunde en medio de una crisis sin antecedentes que ha arrojado a la pobreza a un número aún por determinar de venezolanos. Hace dos décadas, ante el ascenso vertiginoso de Chávez y sus primeros acercamientos a Cuba, varios sectores vaticinaron que el país podía repetir peligrosamente el modelo cubano. Un argumento muy conocido en la zona, pues fue el mismo que se utilizó para justificar el golpe militar contra Joao Goulart en Brasil o Salvador Allende en Chile.
Aunque Caracas y La Habana tengan modelos políticos y económicos muy distintos, pero se comporten como aliados, Venezuela se ha convertido en la Cuba del siglo XXI. No se trata de que compartan compartan rasgos, pues se debe insistir en que el castrismo jamas sufrió un descontrol en materia de seguridad interna como el que padece Venezuela; el modelo económico de estatización se aplicó al pie de la letra en la isla; y La Habana siempre tuvo un modelo claro, mientras que Venezuela ha ido inaugurando fases del proyecto político tomando elementos de varios modelos. El país oscila entre el capitalismo de Estado y el corporativismo militar. En la isla ha sido más evidente la ortodoxia del comunismo, al margen de los resultados que tal modelo haya producido. Pero Venezuela se convirtió en la Cuba de estos tiempos, más por la postura regional de los vecinos que por su modelo, un desastre de dimensiones inimaginables.
Al igual que sucedió con Cuba desde la OEA, la mayoría de latinoamericanos se sumó a la cruzada estadounidenses para sancionarla asumiendo erróneamente que aquello derivaría en una transición. Medio siglo más tarde con el restablecimiento de relaciones diplomáticas Washington-La Habana y luego de que la cuasi totalidad de Estados de la zona reconocieran la necesidad de abandonar tal esquema, el fracaso de las puniciones quedó en evidencia. Hoy algunos se preguntan justificadamente ¿cuál ha sido la efecto de las sanciones en otros casos? ¿ el castigo a Irán, Rusia, la República Popular de Corea o sobre el Irak de Hussein produjeron o estimularon transiciones o cambios estructurales? Se constata por oposición que, el efecto generalizado ha sido la radicalización en el discurso de estos gobiernos y la profundización de las crisis humanitarias en algunos de estos.
De manera afortunada, el gobierno colombiano comenzó liderando el tema de la migración venezolana en la región. No obstante, al sumarse a los esfuerzos sancionatorios contra su vecino, abandonó cualquier posibilidad de cooperación con el gobierno de Maduro, cuya vocación autoritaria no resiste discusión. El reconocimiento de Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional era un imperativo, pero aquello no debía implicar cerrar todos los espacios de discusión con el oficialismo venezolano.
El gobierno de Colombia lidera acertadamente el tema migratorio para que a escala regional sea realidad el ideal que apunta a que sea «regular, ordenada y segura», haciendo hincapié en la necesidad de respetar las garantías y castigando enérgicamente cualquier asomo de xenofobia interna. Se trata de un activo en la política exterior. Sin embargo, se enfrenta a la enorme limitación de no poder siquiera coordinar en el nivel más básico con las autoridades al otro lado de la frontera, al menos aquellas que aun controlan dicha zona. La administración de Guaidó que de forma indiscutible cuenta con un apoyo representativo y legítimo, no tiene aún el monopolio de la fuerza que le permita tener alguna incidencia en el tema migratorio.
Aunque sea improbable, el gobierno colombiano debe contemplar la posibilidad de regular o retomar la relación con Nicolás Maduro para que ambos países gestionen el tema, procurando la preservación de los derechos de los migrantes. La no injerencia ha sido derrotero de la política exterior, no se trata de un sesgo ideológico o de una reclamo coyuntural.
Comentario aparte merece el papel que Colombia debe recuperar como facilitador entre gobierno y oposición, pues el retraso en la transición venezolana solo conviene al establecimiento autoritario.