Hace poco menos de una década empezaba en Birmania la transición hacia la democracia, con lo cual de manera justificada se pensaba abierta la posibilidad real de dejar atrás medio siglo de gobierno militar etiquetado, con justa causa, como uno de los regímenes más cerrados del mundo. La tragedia birmana no solo se explicaba por el control militar que limitaba todo tipo de garantías, sino porque miles de personas trataron de salir de forma irregular provocando un éxodo dramático en condiciones deplorables. Los flujos de birmanos que escapaban de la dictadura militar hacia Tailandia dejaron familias divididas y migrantes perseguidos y explotados, drama agudizado por la trata de personas, fenómeno que en el Sudeste Asiático ha generado millones de víctimas y puesto en evidencia uno de los rostros más hostiles de la globalización. Los birmanos en Tailandia se calculan en 1.5 millones, pero algunas asociaciones defensoras de sus derechos hablan de que en realidad llegan a 3 millones, más de la mitad en situación irregular, lo que indicaría una situación de extrema precariedad.
Sus vecinos congregados en la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSEA) acordaron en 1996 el ingreso birmano al bloque, desafiando la idea fuertemente arraigada en otros experimentos de integración regional, de que la mejor forma de lograr cambios en un régimen es a través del aislamiento y las sanciones. Pues bien, en franca contradicción a una política punitiva, la ANSEA permitió el acceso de Birmania y con ello se fueron gestando los primeros pasos para su apertura . En 2010, la Junta Militar organizó unas elecciones abiertamente condenadas por occidente, algo que a los militares birmanos no afectaba como sí el hecho de que la ASEAN en su conjunto expresara dudas respecto a la legitimad del proceso. 6 años después, se organizaron las primeras elecciones libres ampliamente ganadas por la Liga Nacional por la Democracia, el partido Aung San Suu Kyi, la opositora más visible de la dictadura y quien hizo eco de la tragedia birmana y tuvo un protagonismo excepcional para su democratización. Desde entonces y detrás del poder (la constitución prohibe que una mujer sea presidenta), Suu Kyi se ha convertido en la principal interlocutora de Birmania con el mundo.
No obstante, el proceso birmano se ha visto empañado por las acusaciones de genocidio en contra de los rohinya, minoría musulmana que habita en el occidente del país (el 80 % de la población birmana es budista) y que no solo sufrió la persecución durante la Junta Militar, sino que se ha convertido en uno de los actores olvidados de la compleja transición. El grupo estaría compuesto por unas 800 mil o 1.3 millones de personas descendientes de árabes, turcos, mongoles y bengalis que se convirtieron al islam en el siglo XV. El establecimiento birmano, sin embargo, les ha considerado como migrantes «ilegales» procedentes de Bangladesh desde finales del XIX, durante la colonización británica. En 1982, el gobierno militar se negó a reconocerlos como parte de las etnias birmanas, exponiéndolos a la condición de apátridas. En medio del proceso de apertura democrática desde comienzos de la década pasada, el nacionalismo budista se ha radicalizado y la violencia contra esa comunidad ha alcanzado niveles dramáticos hasta el punto de que el gobierno birmano bajo la presión internacional terminó aceptando un plan de protección.
A finales de 2019, la historia dio un giro inesperado demostrando lo que para muchos es una simple ilusión: la utilidad del derecho internacional para prevenir este tipo de tragedias. El gobierno de Gambia, con el apoyo de los Estados de la Conferencia Islámica, denunció a Birmania ante la Corte Internacional de Justicia por la violación de la convención sobre genocidio, y en una decisión histórica, la Corte consideró que existía un «riesgo real» contra el grupo y ordenó la toma de medidas para evitar la comisión de dicho delito. De poco sirvió la defensa del Estado birmano en manos de la emblemática Suu Kyi, quien argumentó que había un plan de reconciliación en curso. Una acción que fue consideraba como insuficiente por los magistrados que hicieron hincapié en le necesidad de hacer entender que el espíritu de la convención es preventivo, es decir, más que castigar a los responsables, se trata ante todo de evitar tragedias como aquella de la Segunda Guerra mundial o de forma más reciente, Srebenica, Ruanda, Kosovo o Palestina.
La decisión de la CIJ no es una solución milagrosa ni debe opacar el hecho condenable de que el derecho internacional parecería solo vinculante para algunos Estados, mientras las grandes potencias se pueden dar el lujo de ignorar e incluso menospreciar cualquier idea de justicia con aspiración universal. Sin embargo, esta lectura realista o cínica, debe entender que se trata de un avance, mas no de una solución definitiva. Este progreso sustancial no debe subvalorarse, en especial, cuando el nacionalismo parece reforzado en medio de la pandemia y se presagia un futuro adverso para millones de migrantes o de grupos en el mundo que sufrirán por cuenta de la estigmatización.
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