Cada vez son más las voces que denuncian la forma cómo varios gobiernos han capitalizado la pandemia para aumentar los controles sobre la ciudadanía y limitar algunas libertades, todo lo cual, según esas críticas, degrada la democracia. A pesar de algunas decisiones recientes que las limitan y constituyen una amenaza para el Estado de derecho, el covid-19 no alterará el curso de las democracias y de los autoritarismos. Las democracias no comprueban su carácter por ausencia de amenazas en su contra, sino porque ante su asomo, los sistemas las neutralizan dentro de las márgenes del pluralismo.
Aquellos regímenes políticos que hoy parecen bascular hacia el autoritarismo, no lo hicieron en medio de la pandemia y la misma solo ha hecho que dicho carácter sea más evidente. El caso de China es ilustrativo. Justo antes de que empezara el brote, Beijing buscaba apaciguar los ánimos en Hong Kong en medio de acciones que despertaron una lluvia de críticas por los excesos en el uso de la fuerza. Esta coyuntura, tiene como antecedentes relevantes los señalamientos en su contra por acciones similares en el Tíbet y en Xinjiang hace algunos años para evitar levantamientos equiparables. La pandemia no ha cambiado la naturaleza del sistema político chino en la medida en que las decisiones parecen orientadas según los mismos valores de unidad nacional, una ecuación inalterable en medio de la crisis sanitaria. En Occidente, algunos de los gobiernos con claros tintes autoritarios tanto de derecha como de izquierda, tampoco han escapado a estas críticas. Si el argumento consiste en que las cuarentenas per se implican graves amenazas contra la democracia y manifestaciones de autoritarismo ¿se puede concluir que el Brasil de Jair Bolsonaro, el EE. UU. de Donald Trump y la Nicaragua de Daniel Ortega son ejemplos democráticos ? Nada más alejado de la realidad. En contraste, en varios de los Estados de Europa que optaron por restricciones a la circulación, no se aniquiló el Estado de derecho y la rendición de cuentas fue permanente. Difícilmente se podría pensar que en países como Francia, Alemania, Reino Unido o España se hayan producido derivas democráticas justificadas en la pandemia.
La gravedad de la crisis actual en Brasil no se explica tanto por la inocultable vocación autoritaria de Bolsonaro, sino por el pésimo manejo dado a la crisis. Al igual que en otros Estados, la tragedia que golpea a Brasil hoy es doble. Se trata de un presidente que antes de la pandemia mostraba desprecio por la democracia y, para rematar, en plena crisis sanitaria se ha alejado de los consensos mínimos a partir de los cuales varios estados han reaccionado, pero ambos males, autoritarismo y mala gestión, son disociables. En el caso de Trump sucede algo similar. Las protestas multitudinarias que hoy sacuden a Estados Unidos se explican por abusos cometidos de manera sistemática en contra de los afroamericanos, con o sin pandemia. El covid -19 solo ha hecho más evidente la enorme vulnerabilidad de la población negra, pero no debe opacar que la discriminación expresada en términos de ingresos, acceso a la justicia, y en general, calidad de vida, es un tema de vieja data. Con un presidente que ha provocado incesantemente a los afros, latinos, mujeres y otros grupos, era cuestión de tiempo que un estallido de estas dimensiones ocurriera.
Aunque la democracia sea el sistema político ideal, no debe equipararse con el bienestar, pues se trata de nociones distintas. La primera está afincada en la independencia de poderes, las garantías tanto individuales como colectivas y, el respecto irrestricto por el Estado de derecho. La segunda supone condiciones materiales y psicológicas de progreso y aunque suelan estar relacionadas no siempre van de la mano. Las críticas fundadas contra el confinamiento en Colombia se explican en que las autoridades las hayan mantenido en términos tan estrictos, soslayando una serie de alternativas y la responsabilidad indeclinable de explorar una gradualidad. Niegan que la esencia de la política está en hallar matices y no en seguir absolutos. Algunos gobiernos, especialmente los locales, parecen haber recurrido al simplismo de contener la pandemia exclusivamente por la vía del encierro, lo que no es antidemocrático per se, pero afecta el bienestar colectivo y traduce incapacidad para la gestión de crisis. Esta fórmula cada vez más difícil de justificar es tan absurda como contener el VIH-sida no por la prevención y atención, sino por la abstención en las relaciones sexuales. Apuntar a un confinamiento tan estricto supone un daño irreparable para el bienestar de millones de personas. La reciente decisión de la alcaldía de Bogotá de imponer un registro de desplazamientos franquea el límite del bienestar y bordea el de la democracia. Asimismo, representa un reto para saber si el sistema político colombiano cuenta con mecanismos de defensa ante una evidente agresión contra principios constitutivos del régimen democrático. La respuesta airada de la ciudadanía que la medida ha generado constituye un buen síntoma, pero sin una rectificación se corre un riesgo fundado.
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