En medio de la pandemia y ante el evidente desinterés de buena parte de la comunidad internacional, un nuevo capítulo se abre en Yemen, escenario de la peor crisis humanitaria en los últimos años. Desde que el conflicto estallara en 2015, unas 100 mil personas han muerto, 4 millones han sido desplazadas, se calcula que unas 11 millones puedan sufrir de hambre y 20 millones, equivalentes a dos tercios de la población, dependen de la ayuda humanitaria exterior para sobrevivir. Y, como suele ocurrir con tragedias de este tipo, niños y mujeres sufren de forma todavía más crítica: 350 mil menores de 5 años presentan problemas severos de desnutrición y 3 millones de mujeres sufren de violencia basada en el género. Se trata de cifras frías y cuyas proporciones generalmente no son advertidas por el lector.
En 1990, Yemen se reunificó luego de estar dividido casi 40 años entre la República Popular Democrática del Sur de Yemen (socialista) y la República Árabe de Yemen (liberal). No obstante, aquello supuso el incremento en la inconformidad de los hutíes, chiitas zaidíes que representan un 30 % de la población yemení. El país constituye una de las historias fracasadas de la llamada Primavera Árabe, una serie de levantamientos civiles en contra de gobiernos autoritarios, que comenzaron en Túnez con la inmolación de Mohammed Boizizi, vendedor de frutas y verduras que fue desalojado por la policía y cuya muerte produjo la salida del dictador Zine El Abidine Ben Ali, luego de manifestaciones masivas. De la misma forma, y con antecedentes claros de inestabilidad por varias revueltas en el sur de la población chiita exigiendo mayor autonomía, se produjo la caída en 2011 del presidente yemení Ali Abdullah Saleh.
A diferencia de Túnez cuya desaparición política del dictador desembocó en una larga transición (no exenta de enormes dificultades y con la posibilidad real de una deriva autoritaria que no se concretó), el escenario yemení se convirtió en caos. El gobierno cayó en manos del vicepresidente Abd Rabbuh Mansour Hadi, cuya debilidad fue aprovechada por los rebeldes hutíes cada vez más organizados, y por consiguiente, terminaron accediendo al control de la capital Saná. Entre 2011 y 2012 se llevó a cabo una ofensiva por parte de algunos grupos vinculados a Al Qaeda (de confesión sunní) en varios países de la zona con la pretensión de contener cualquier avance chií. Aquello confirmó una guerra fría entre sunitas y chitas, las dos principales familias del islam, en el territorio de Irak, Siria, y por supuesto, Yemen. En 2015, bajo de liderazgo de Arabia Saudí, Francia, Reino Unido y Estados Unidos, entre otros, empezaron bombardeos en contra de los rebeldes hutíes (que contaban con el apoyo de Irán) para buscar el restablecimiento del poder del exvicepresidente Hadi, sumiendo el país en una cruenta guerra donde los ataques contra civiles parecen, desde ese entonces, a la orden del día.
En 2019, las autoridades saudíes -muy poco criticadas a pesar de los ataques indiscriminados en contra de la población yemení- anunciaban el Pacto de Riad (capital del reino) en el que los bandos se comprometían a un gobierno de unidad nacional y compartido para lograr una estabilización. Aunque en abril de este año los rebeldes hutíes, en posesión de grandes extensiones del territorio, habían anunciado la proclamación unilateral de autonomía bajo el Consejo de Transición del Sur, acaban de recular en aras de avanzar con el Pacto auspiciado por los saudíes. Si bien existe un justificado optimismo por esa postura, Yemen aún está lejos de una estabilización indefinida y las posibilidades de una secesión del sur no deben menospreciarse.
La guerra fratricida entre los dos principales grupos del islam debe ser entendida como un rotundo fracaso de la política intervencionista de potencias de la zona y extraregionales, que siguen empecinadas en aprovechar las fragmentaciones que solamente producen dividendos en el corto plazo. En el largo, sin embargo, terminan afectando a la población más vulnerable engrosando las estadísticas de civiles y militares asesinados en las peores circunstancias, los desplazamientos cada vez más penosos y condiciones humanitarias que, cada día, sobrepasan un límite. Yemen se convierte así en un escenario catastrófico con el agravante de que los responsables por el recrudecimiento de la guerra probablemente jamás serán juzgados, como tristemente sucedió con Irak, Libia y Siria.
@mauricio181212