La visita del Papa Francisco a Irak fue inédita en varios sentidos. Se trató de la primera visita de la cabeza de la Santa Sede al pleno corazón del Medio Oriente. Además de romper un aislamiento de al menos dos décadas, invita como pocas veces en la historia reciente al diálogo entre culturas como antítesis de la famosa teoría de Samuel Huntington del choque de civilizaciones como motor de los grandes conflictos del mundo y que, para muchos, se materializó en la catastrófica guerra de los Balcanes Occidentales, el genocidio en Ruanda y en algunos de los conflictos recientes en Medio Oriente y Asia Central. Irak ha sido, como pocos, escenario de la peor confrontación del siglo XXI, es decir, la guerra fratricida de los dos grandes grupos del islam, sunnitas y chiitas, el apetito geopolítico de las grandes potencias, en especial de Estados Unidos, quienes apoyaron la aventura militar absurda, y uno de los gobiernos más represivos y brutales del último tiempo, Saddam Hussein, cuya caída no supuso una estabilidad incluyente.
El viaje número 33 de Francisco fue definido por esa misma autoridad como un mensaje conciliador e incluyente hacia los cristianos en Irak, duramente diezmados por la guerra. Pero tal vez lo más llamativo es que también se haya denominado como una “penitencia”, original respuesta frente al terrorismo sobre el que el Papa exclamó con fuerza reveladora «jamás tendrá la última palabra». Veinte años atrás los cristianos sumaban 1,5 millones del total de la población iraquí equivalente al 1 % del total. Hoy arrasados por la temible furia del Estado Islámico, cuyo control se ejerció desde 2014 hasta hace relativamente poco, apenas llegan a los 400 mil, una cifra que testimonia las dimensiones desmesuradas de la tragedia.
Buena parte de los cristianos apuntan como responsables no solo al terrorismo del cuasi extinto Estado Islámico, producto indirecto de la desastrosa intervención estadounidense, sino de las fuerzas de seguridad chiitas que controlan el sur del país y cuya búsqueda de estabilidad a cualquier precio ha arrojado un saldo parcial de unos 600 cristianos muertos desde finales de 2019. Por eso, la visita al ayatola Ali Al-Sistani máxima autoridad chiita iraquí fue uno de los hechos más representativos del viaje. El gesto confirma la necesidad de abandonar la política irracional de aislar a los chiitas, liderada obtusamente por Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel, y corrobora que no puede haber viabilidad para Irak – y, en general, para buena parte de las zonas críticas del Medio Oriente- sin la inclusión de todos los grupos etnolingüísticos y religiosos.
La llegada de Francisco a Irak recuerda su visita reciente en 2015 a la República Centroafricana donde los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes han sido constantes. En aquella ocasión insistió en el rol de la religión como portadora de soluciones y no como discurso sectario. Dos años más tarde, y tal como lo había hecho Juan Pablo II a comienzos de siglo, reiteró el pedido de perdón por el fatídico rol de la Iglesia católica en el genocidio tutsi que condujo a la muerte de medio de millón de personas en Ruanda. Por eso el mensaje del Papa Francisco en territorio iraquí respecto a desmontar las raíces del terrorismo es claro y parece calar hondamente. Solo falta que en la reconstrucción lenta y gradual del lacerado Irak se imponga el diálogo de civilizaciones por encima de las ambiciones geopolíticas que tanto daño siguen causando.
@mauricio181212