Como si se tratara de los tiempos más representativos de la Guerra Fría, Boris Johnson acaba de anunciar una polémica estrategia en materia de política exterior y seguridad nacional, que reafirma la voluntad del Reino Unido de acelerar el distanciamiento respecto de Europa apelando a un nacionalismo aceitado en una retórica populista. Parece extraño en momentos en que se necesita de la integración y del multilateralismo en el mundo para gestionar y superar la pandemia.

El eslogan ‘Global Britain’ parece revivir momentos críticos de la historia reciente del mundo, pues rompe con 30 años de reducción de capacidades militares en nombre del desarme mundial y, concretamente, resulta preocupante que se prevea un aumento del arsenal nuclear de 180 a 260 ojivas, equivalente a un aumento del 40 %. Aquello se justifica, de acuerdo con Johnson, en la aparición de amenazas, ligadas a un eventual ataque biológico o a las ciberamenazas que parecen ser el común denominador de los últimos años, especialmente en los Estados más industrializados. Se trata, en últimas, de fortalecer su capacidad de disuasión a través del incremento del poderío nuclear, máxima presente y constante a lo largo de la Guerra Fría y, cuya reemergencia, traduce un reto de envergadura para la estabilidad europea conseguida luego de décadas de tensiones, divisiones y conflictos sangrientos.

La estrategia británica parece una reedición de un guion anacrónico del conflicto este-oeste, por la forma en que se aborda el tema de Rusia etiquetada como una amenaza a la seguridad nacional y sobre el conjunto de Europa, y valga recordar, con quien Reino Unido ha tenido varios impasses en el pasado reciente. Uno de los episodios más críticos fue el intento de asesinato del agente ruso Sergei Skripal en territorio británico y las acusaciones que, desde entonces, Londres ha hecho sobre Moscú por su supuesta autoría. De igual forma, el gobierno británico se ha sumado a la ola de críticas por el proceso judicial del líder opositor Alexey Navalny, principal punto de discordia entre Rusia y Occidente, como alguna vez lo fue la guerra en Georgia y Ucrania. En todos estos episodios tanto Europa como Estados Unidos obtienen provecho de agitar la bandera de la amenaza rusa, para obtener niveles de cohesión internos y regionales. Johnson aplica esta lógica análogamente a China con quien, en el último tiempo, se han vuelto frecuente los impasses diplomáticos a raíz de tres temas espinosos: la autonomía de Hong Kong restituida al gigante asiático en los noventa, las acusaciones contra la empresa china Huawei de atentar contra la ciberseguridad británica y la represión de la población uigur y que ha derivado en una serie de sanciones en contra de la República Popular por parte de autoridades tanto británicas como estadounidenses.

La estrategia que supone un distanciamiento cada vez más irreversible respecto de la Unión Europea posiciona al Reino Unido como una potencia militar en búsqueda de influencia en el mundo, sobre todo en el plano comercial y con intereses marcados en la zona del Asia Pacífico. Esto parece responder a un escenario que en nada tiene que ver con el mundo actual, donde los patrones de intercambio comercial, las inversiones, el libre comercio, y el sistema financiero son blanco de innumerables críticas por la vulnerabilidad que representan y como agravantes de la peor pandemia en la historia de la humanidad de la que se tenga consciencia en tiempo real. Aunque la coyuntura parecería condenar el nacionalismo populista, la realidad es otra y todavía se pueden constatar los peligros del discurso que apela a la defensa y al aumento desproporcionado de capacidad militares para garantizar la seguridad. El esquema no solo está condenado al fracaso, sino que se corre el grave riesgo de que sea imitado por terceros y se revivan, quien lo creyera, los tiempos más oscuros de la Guerra Fría, en los que el mundo corrió el riesgo fundado de un afrontamiento nuclear, químico y biológico con efectos devastadores e irreparables.

@mauricio181212