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Las marchas del paro nacional convocado para el pasado 28 de abril, que se han prolongado y, sobre todo, reforzado con ocasión del 1 de mayo, significan un punto de inflexión en la democracia colombiana. Difícilmente el país podrá borrar de su memoria los dramáticos sucesos que han marcado estas jornadas, más aún cuando se confirma la muerte de casi 20 jóvenes, cifra que puede aumentar con el paso de las horas y que testimonia, sin amago de duda, una degradación y retroceso democráticos. Y, aunque no sean nuevos, adquieren una visibilidad interna como internacional.

Hace poco menos tres años, cuando Iván Duque ganó las elecciones, el Centro Democrático comenzó a gobernar partiendo de un dudoso y riesgoso cálculo: disponían de los mismos márgenes de gobernabilidad que tuvo en sus ocho años Álvaro Uribe Vélez, reelegido en primera vuelta en contra de Carlos Gaviria, candidato de una izquierda en ciernes y que apenas podía contrarrestar simbólicamente una hegemonía de dos mandatos, apoyada en una ola de popularidad inédita. Craso error el del uribismo, como quedó en evidencia en las maratónicas protestas de noviembre de 2019. En ellas, el actual presidente reaccionó de forma tardía, apareciendo tan solo al tercer día de las manifestaciones por medio de una alocución cuando las autoridades subnacionales habían gestionado los momentos más críticos. En ese momento, Duque tuvo la oportunidad histórica de instalar una ventana de diálogo social permanente y no esporádica para la urgencia de desmantelar las protestas. La aparición de la pandemia apaciguó los ánimos para convocar a manifestaciones a lo largo de 2020 y el gobierno gozó de un amplio margen de maniobra que despilfarró. Politizó el tema de la vacunación negándose a rendir cuentas, apelando al argumento rebuscado de la confidencialidad de los acuerdos con las farmacéuticas y señaló de irresponsables a quienes ejercían el control político desde cualquier orilla de la oposición o la sociedad civil.

El espacio dedicado a la pedagogía para contener la pandemia en la televisión nacional se impuso para que el mandatario defendiera su gestión e hiciera promoción de su gabinete. En lo que pareció el paroxismo de la desconexión con la situación interna y del absurdo, criticó frecuentemente al gobierno de Nicolás Maduro mientras aparecía en compañía de gobiernos acusados de niveles inaceptables de represión como Sebastián Piñera, Lenín Moreno y Jeanine Áñez, esta última señalada de crímenes de lesa humanidad.

Esta vez el país no solo se enciende por cuenta de una reforma fiscal indudablemente necesaria, pero poco concertada. A esta se suman los escándalos denunciados a lo largo de la pandemia, de excesos en el gasto en temas que no son esenciales y conspiran contra una gestión efectiva de la crisis. Estos van desde la difusión de la imagen del gobierno, pasando por la compra de vehículos blindados para la seguridad del mandatario, hasta, para muchos el colmo, contratos de montos extravagantes en favor de personas sin trayectoria y cuyo mérito parece tan solo la cercanía con el mentor del actual presidente.

Esta actitud es más grave todavía si se toman en cuenta las marchas de noviembre de 2019 en Colombia y América Latina, sea Bolivia, Chile, Ecuador, Haití o Nicaragua y que evidencian una sociedad civil que no vive de espaldas a lo que decidan los Estados en cualquiera de sus ramas. El gobierno tiene una oportunidad histórica para inaugurar, de una vez por todas, un marco de diálogo social permanente que involucre en cada decisión de peso a varios sectores de la sociedad y que no se active solamente en coyunturas críticas. El tiempo se agota y mientras el uribismo crea que gobierna como a comienzos de este siglo, el país seguirá sin remedio su descenso a los infiernos.

@mauricio181212

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