Las alertas internacionales sobre la deplorable situación de los derechos humanos en Colombia no son nuevas. En febrero de 2019, y antes de que el país estallara en un espiral de manifestaciones cuando la paciencia se colmó, el Gobierno marcó la pauta de su política exterior respecto de los derechos humanos: acudir a la retórica de la soberanía, calcando el estilo de regímenes autoritarios incapaces de autocríticas. En ese entonces, la oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas le expresó su preocupación al Gobierno colombiano por el aumento de masacres, asesinato de excombatientes y distintas agresiones a líderes sociales, desde la intimidación hasta la aniquilación. Iván Duque rechazó el informe de dicha oficina en el que se daba detalles de la inquietante situación y se elaboraba una serie de recomendaciones. Estas fueron tajantemente desechadas por considerarlas «injerencistas», adjetivo que aparece cada vez con más frecuencia en el léxico del actual gobierno.
Por la misma época, Duque centraba todos sus esfuerzos diplomáticos para conseguir el reconocimiento de Juan Guaidó, cabeza de la Asamblea Nacional en Venezuela y de quien se esperaba fuese el líder de una transición post Nicolás Maduro. La fijación de intereses en Venezuela hizo que se descuidaran temas clave y, poco a poco, la relación con América Latina se fue enfriando. Aparecieron los primeros signos de maltrato a vínculos construidos durante años con Cuba, Ecuador, Rusia y Venezuela e, incluso, de forma extravagante, el partido de gobierno, Centro Democrático, se metió de lleno a opinar en el proceso electoral estadounidense y ecuatoriano, rompiendo una tradición de no injerencia.
Actualmente, el presidente no solo parece de espaldas a la realidad nacional, sino que la estrategia exterior parece desconectada de una nueva atmósfera latinoamericana donde no caben las estigmatizaciones a quienes hacen uso de una garantía constitucional para protestar. Afirma en su salida en inglés el actual mandatario que ha estado en contacto con Lenín Moreno y Sebastián Piñera, quienes habrían sido víctimas de una conspiración internacional como la que supuestamente vive Colombia. El primero, ya ex expresidente ecuatoriano, pasará a la historia como tal vez el peor gobierno desde el restablecimiento democrático en 1979, y sus ministros enfrentan fundadas acusaciones por violaciones a los derechos humanos, en especial Maria Paula Romo. Piñera, de quien Duque no parece haber aprendido, tuvo la grandeza de recular, pedir perdón y reconocer los excesos de la fuerza durante las protestas en Chile.
En contraste, apelando a una postura errática, hermética y que rompe con la tradición de compromiso con los derechos humanos en política exterior adquirida desde mediados de los 90, la nueva canciller se estrena negando la entrada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), una necesidad urgente como inocultable, pues no se trata de suplantar al ministerio público, sino de complementar esfuerzos. El sistema interamericano ha sido pilar de los derechos humanos, y el desprecio de Colombia no solo se observa por tal rechazo sino por las irresponsables afirmaciones xenófobas de Alejandro Ordóñez, embajador ante ese organismo, sobre las migraciones venezolanas o la negación de la interseccionalidad a la hora de reconocer la violencia de género. Para colmo de males aparece de nuevo la terquedad para considerar que basta con el respaldo de un Secretario General cada vez menos comprometido con los derechos humanos y cuya agenda hemisférica parece retenida en intereses sectarios y excluyentes.
@mauricio181212