En medio de una nueva elección contestada en occidente por considerar que no cumplía las garantías, Bashar al Asad fue reelegido para un cuarto mandato de la golpeada Siria. La noticia es llamativa no tanto por el resultado que se daba por descontado, sino por saber cómo ha hecho el líder árabe -tal vez el último merecedor de la etiqueta- para mantenerse en el poder tras la guerra civil, la presión de occidente y el aislamiento por la confrontación sunitas-chiitas, acentuado por una serie de duras sanciones internacionales. En 2014, en uno de los momentos de mayor debilidad, se pensaba que su caída sería inminente como había ocurrido con todos los dirigentes árabes, una estirpe que parece en vía de extinción por el destino que corrieron Saddam Hussein, Hosni Mubarak, Muamar Gadafi, Ben Ali y Abdelaziz Bouteflika, derrocados en circunstancias, hasta cierto punto, equiparables con la dramática trayectoria siria.
¿Por qué al Asad ha sobrevivido y parece hoy fortalecido? En primer lugar, al Asad sigue contando con el apoyo irrestricto del ejército, los poderosos servicios de inteligencia y del partido Baaz, institución de la mayor relevancia en la gobernabilidad siria. En la jornada electoral los servicios de inteligencia son clave para que la gente asista a las urnas, en especial en aquellas zonas de control de al Asad que se calculan en dos tercios del territorio. Los sirios acuden a los comicios por miedo a las represalias, lo cual explicaría unos niveles de participación representativos a pesar de la falta de garantías. El aparato estatal sirio sabe que la caída del dirigente significa el derrumbe del sistema en su conjunto, escenario que les rememora el Irak post-Hussein, donde la guerra fratricida sunnitas, chiitas y kurdos parece incontrolable.
En segundo lugar, al Asad se terminó imponiendo en la región como un aliado necesario en la contención del terrorismo del Estado Islámico. Difícilmente, se hubiese podido vencer al grupo sunnita financiado durante años por Arabía Saudí y Estados Unidos que, en un error de cálculo imperdonable, apoyaron a las milicias sunnitas iraquíes pesando con ello contribuir a la retoma del control de Irak. El resultado nefasto fue conocido en 2014 cuando el Estado Islámico reivindicaba un califato en el territorio sirio-iraquí. La mayoría de países hostiles a al Asad terminaron convenciéndose de que no habría forma de luchar efectivamente contra el terrorismo, sin la presencia del dirigente sirio y cuya caída habría sido peor aún para el conjunto de la zona.
Y, finalmente, la comunidad internacional parece hoy resignada a la presencia de al Asad. Incluso Arabía Saudí, Argelia, Egipto, Emiratos Arabes Unidos y Jordania, principales simpatizantes de las milicias sunnitas que luchaban contra el régimen sirio, parecen en disposición de renovar sus lazos con Damasco. Las sanciones, como en otros casos, no han tenido el efecto esperado y retrasan la posibilidad urgente de la recuperación económica en medio de la pandemia y tras años de guerra. El 80 % de los sirios que vive por debajo de la línea de pobreza tiene pocas esperanzas de un cambio en el corto o mediano plazo, por lo que este nuevo mandato de al Asad comienza en medio del escepticismo.
Entretanto, occidente no renuncia a la idea de que al Asad responda por crímenes de guerra y por una política de injerencia en El Líbano que terminó en el asesinato del expremier Rafiq Hariri en 2005, contradictor constante de la presencia siria en territorio libanés. El complejo escenario muestra el dilema para los países de la región entre la defensa de los derechos humanos y la necesidad apremiante de estabilización. Por ahora, Siria parece avanzar en lo segundo dejando en evidencia las enormes limitaciones en el margen de maniobra de potencias occidentales y la poca incidencia de poderes regionales.
@mauricio181212