Hace más de dos décadas Estados Unidos lanzó la guerra global contra el terrorismo en medio del estupor que causó el ataque contra las Torres Gemelas, y cuyo primer escenario de batalla fue Afganistán. La razón para que tropas estadounidenses y luego la OTAN intervinieran en el convulso y caótico Estado de Asia central consistía en que su máximo jefe, el emir Mohammad Omar (quien paradójicamente había combatido contra la intervención soviética a finales de los 70), había liderado el ataque terrorista del 11 de septiembre. La operación no acabó con la captura del Mulah Omar pero consiguió derrocamiento del gobierno Talibán que este lideraba. Al igual que Osama Ben Laden máximo responsable del atentado, se presumió que huyó hacia Pakistán donde habría sido abatido a comienzos de la década pasada.
Desde el traspaso de funciones primero de EEUU a la OTAN y luego al frágil Estado afgano, nada ha sido fácil para la reconstrucción de uno de los Estados más importante para la estabilidad no solo del Asia central, sino del Oriente Medio y del llamado Subcontinente Indio. Ingentes recursos por parte de la comunidad internacional fueron vertidos a las autoridades afganas, pero el despilfarro fue tan evidente como indignante. El expresidente Hamid Karzai aparece mencionado en tal vez el escándalo mas sonado por desvío de fondos, por la apropiación de más de 1000 millones de dólares del Banco de Kabul (una cifra equivalente casi al 6% del total del PIB del país), lo que pone en evidencia no solo la precariedad institucional, sino la falta de estatura política de los líderes llamados a dirigir la transición. Mientras que las potencias occidentales sancionaban a otros Estados de la zona como Irán, el Afganistán de Karzai pasaba de agache con todo el apoyo.
De igual forma, la ausencia de un compromiso regional para contribuir a la estabilización de Afganistán tiene su cuota en el fracaso. De un lado, algunos Estados como Pakistán tienen marcadas limitaciones para combatir el extremismo islámico en la zona, donde abundan los riesgos de independentismo (especialmente en el Baluchistan). Respecto de Irán y aunque se haya señalado insistentemente la necesidad de involucrarlo en una salida integral afgana, ha podido más el interés estadounidense y de otras potencias de la zona por mantenerlo alejado temiendo por un liderazgo iraní. Entre un 15 y un 20% de la población afgana profesa el islam chií y Teherán como referente de dicha corriente tiene un papel a desempeñar que no ha sido explotado por la tenso geopolítica sunnitas – chiitas.
Una de las últimas acciones del gobierno de Donald Trump consistió en dialogar con los talibanes en Doha, Qatar una posible ruta de conciliación nacional, que incluyó a varios sectores. Allí se pactó el retiro que, con Joe Biden ha sido llevado a la práctica y se espera completar en el corto plazo. Entre tanto, el avance militar de los talibanes se ha disparado y la BBC estima que podrían controlar un 70% del total del territorio. Esto incluye la toma de los puestos fronterizos con Irán, Tayikistán, Turkmenistán y de forma más reciente con Pakistán, zona de una importancia geopolítica invaluable por el acceso al mar.
La retirada anunciada por las autoridades de Washington parece el triste epílogo de una estrategia que fracasó rotundamente y costó la vida de unas 150 mil personas y causó 2,7 millones de refugiados y 2,5 millones de desplazados internos. La más cruda de las paradojas es que tras 20 años de guerra, los talibanes controlan el país y tras negociar bajo el amparo de la comunidad internacional, esta vez parecen contar con el reconocimiento del que antes de la guerra carecían.
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