Hace diez años, España tomaba la decisión de exigir visado a los colombianos. Fue un momento crítico pues ocurría en medio de la salida masiva de personas como producto de la violencia, una considerable desaceleración económica y el pesimismo generalizado frente a los fracasos para negociar con la entonces guerrilla de las Farc. En respuesta a la decisión adoptada por Madrid, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Dario Jaramillo, Fernando Botero, Fernando Vallejo y Héctor Abad Faciolince enviaron una carta a José María Aznar protestando y recordando los lazos imborrables entre ambas naciones. Los intelectuales recordaron que los vínculos hispanoamericanos no podían consistir en recursos retóricos sino en acciones. En consecuencia, cerraban el mensaje con una contundente advertencia: «Con la dignidad que aprendimos de España, no volveremos a ella mientras se nos someta a la humillación de presentar un permiso para poder visitar lo que nunca hemos considerado ajeno.»
No hay mejor momento para recordar que la migración es un propósito de la Globalización. Colombia ha pasado de ser un país generador a receptor de migrantes, lo que significa un reto de dimensiones que escapan a un solo gobierno, y cubren al conjunto de la sociedad colombiana. A finales de los 90, millones de andinos que salieron del Ecuador, Colombia y Perú para instalarse en Estados Unidos o España. Fueron el testimonio de una oleada migratoria que ha ido cambiando la cultura política de sus receptores y nos recuerda la necesidad de garantizar la titularidad de los derechos humanos al compás de las migraciones. En plena Globalización, marcada por la promesa de la eliminación paulatina de fronteras, no se puede admitir que se despoje de derechos a quien cruza una frontera de forma regular o irregular. De igual forma, la comunidad internacional debe comprobar qué existe precisamente en momentos de crisis como el que atraviesa Afganistán, pues se impone la necesidad de que se amplíen los espacios de acogida para quienes huyen del nuevo establecimiento. Valga recordar que el caos que viven se da por cuenta de decisiones tomadas en capitales de Occidente y por gobiernos que ningún afgano eligió.
Asimismo, se debe reconocer el acierto del gobierno colombiano al apoyar la llegada transitoria de 4000 refugiados afganos que confirma una vocación en ciernes en la que la migración se consolida como una política de Estado, que no podrá estar sometida a los cambios de administración y que, ojalá izquierda, derecha y centro hagan prueba de grandeza para mantenerla. Esto complementa el esfuerzo por avanzar hacia un estatuto legal para la migración venezolana llamado a convertirse en ejemplo para otros Estados de la zona. América Latina se acostumbró a ver el tema migratorio como exclusivo de Europa y Estados Unidos, pero en este tiempo ha observado las dimensiones de un fenómeno que parece desbordar las capacidades de sus Estados y en donde se asoma la xenofobia como una enfermedad social con la capacidad real para afectar democracias que, por años han sido garantistas.
Ahora bien, la respuesta para combatirla no está en las cifras. Preocupa ver a tantos expertos en seguridad y economía exponiendo los números de atracos y homicidios insistiendo en que no existen tendencias representativas que apunten hacia los migrantes. Más allá de las estadísticas, inquieta que los derechos de los migrantes dependan de su capacidad para integrarse económicamente o para no afectar la seguridad. Los derechos y las garantías son inherentes a la condición humana y su titularidad no puede depender de los índices en materia de seguridad o empleo. Esos argumentos, aunque bien intencionados, son riesgosos y estimulan la xenofobia.
En la misma dirección, las reacciones en las redes sociales ante la llegada de la migración afgana no solo evidencian peligrosas alertas sobre estereotipos alrededor de las culturas de Medio Oriente y Asia Central, sino que las reacciones que advierten en estas xenofobia y racismo, constituyen la mejor prueba de una sociedad colombiana que está cambiando y parece entender la necesidad de recibir a quienes por un temor fundado abandonan su país.
Esa vocación que la convierte en país de migrantes, es uno de los activos más relevantes de Colombia no solo en la Globalización sino a lo largo de su historia. Miles de familias sirio libanesas y palestinas (una de las cuales representa mis orígenes observables en mi segundo apellido) que hoy conforman la cultura del norte colombiano son el vivo testimonio de una inercia histórica que no puede alterarse y cuya vigencia parece hoy más viva.
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