No parece tener fin el circuito de violencia en Afganistán. La llegada de los talibanes a Kabul solo fue un episodio más de una guerra que empieza a adquirir nuevas dimensiones pero cuyo fin no parece cercano. La situación deja entrever que habida cuenta de la composición poblacional, la geografía y la geopolítica es más efectivo hacer la guerra o la insurgencia que gobernar, lección que los talibanes aprenden amargamente. En medio del caos creciente, el nuevo establecimiento debe enfrentarse al Estado Islámico Khorasán centro de toda la atención en los últimos días por el violento atentado que costó la vida a casi un centenar de personas.
Esta filial del Estado Islámico en Afganistán nació a la par con ese grupo terrorista en 2014 que aprovechó los vacíos de poder que estimularon las potencias occidentales y sobre todo Arabia Saudí, promotora militarmente de milicias sunnitas para contrarrestar el poder chíi en Irak y Siria pero con un resultado catastrófico que prontamente se salió de las manos.
Tras haber removido fácilmente a la filial de Al Qaeda en Irak, Al Qaeda en Mesopotamia y con el abatimiento de Abu Musab al Zarqaui, Estados Unidos pensó que el terreno estaba abonado para reconstruir Irak privilegiando al mundo sunni por encima del chíi a quien obtusamente y sin fundamento ha considerado como el más radical. Ello produjo en los años subsiguientes una guerra fratricida entre las dos versiones del Islam cuyo resultado fue en 2015 la declaración del Califato en Siria en Irak por parte del Estado Islámico. Este funcionó con filiales que le guardaban lealtad en los territorios de Afganistán, Egipto, Libia y Pakistán. De igual forma, varios grupos en la zona el Sahel en el África subsahariana también se unieron a la causa que, en ese entonces lideraba Abu Bakr al-Baghdadi.
El grupo que surgió en territorio afgano provino de Tehrik-e Talibán Pakistán o Talibanes de Pakistán que, decepcionados por las concesiones de los talibanes frente a Occidente llamaron a una guerra santa más radical y sin la posibilidad de negociar con ninguna nación foránea. Así nació el Estado Islámico Khorasán, declarando una provincia que cubre parte del territorio afgano, iraní y pakistaní. Con esto, el Estado Islámico se va sumergiendo en el mundo islámico de Asia Central, abandonado sus orígenes árabes en el territorio de Medio Oriente; consecuencia lógica de las derrotas que desde 2017 se han multiplicado.
Esta es la primera prueba de fuego para el régimen Talibán desde que se tomara Kabul. A la resistencia en la provincia de Panjshir que no ha podido controlar, se suma el enorme desafío de contrarrestar las acciones del Estado Islámico Khorasán, al tiempo que debe relanzar la economía de un Estado que viene acumulando ruinas desde 2001 y debe hallar rápidamente la forma de descongelar la ayuda que por cooperación internacional está condicionada a la renuncia definitiva del apoyo del territorio islámico en otras regiones y al respeto por los derechos humanos. No es una ecuación fácil y el régimen Talibán, cuyas capacidades comprobadas de insurgencia parecen insuficientes para el control afgano, deberá mutar rápidamente hacia una forma de Estado donde tengan cabida varios grupos que hoy son necesarios para contener el terrorismo.
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