Pocas veces en la historia de América Latina la región había estado tan fragmentada. La profunda crisis venezolana ha derivado en una competencia geopolítica entre bloques, que ha revivido las épocas más oscuras de la Guerra Fría y condicionado los avances en las instituciones regionales a la compatibilidad ideológica entre Estados.
Desde que en 2017, en la ceremonia de posesión de Pedro Pablo Kuzczynski (PPK) en el Perú, un segmento de gobiernos conservadores decidiera crear el Grupo de Lima para aislar a Nicolás Maduro, la regionalización parece detenida. Ese mismo año, debía celebrarse la Cumbre entre la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la Unión Europea, luego de otras reuniones similares con la misma Europa y China.
El bloque latinoamericano que existe desde 2010 es el resultado de un largo proceso que se inició con el Grupo de Contadora a comienzos de los 80 y del que Colombia fue autora intelectual. El esquema fue, con justa causa, sinónimo de éxito de paz regional por sus esfuerzos en América Central. La pacificación de varios escenarios concomitantes de guerra fue posible por la iniciativa de Colombia, México y Venezuela , que luego evolucionó a un grupo extendido (conocido como de apoyo a Contadora) y finalmente terminó a finales de los 90 en el Grupo de Río, espacio de proyección de los países latinoamericanos hacia el mundo.
En 2010 en pleno ciclo progresista, los gobiernos decidieron el tránsito del Grupo de Río a la Celac, un foro con más fuerza política, y aunque descartaron las instancias permanentes -como sucede con la Organización de Estados Americanos que cuenta con un Consejo y una Secretaria General entre otros- dispusieron de una presidencia pro tempore rotativa y sin sede que fijara una agenda para la región. Esa primera presidencia fue ocupada por Cuba, gesto que sellaba la reconciliación con La Habana luego de medio siglo de sanciones y aislamiento tras su suspensión de la OEA en 1962.
La Celac fue en buena medida responsable de mantener un canal de dialogo permanente con Europa, China e incluso se llegó e pensar en otras zonas del mundo. Para 2017 se esperaba la celebración de otra Cumbre UE-Celac en territorio salvadoreño. Sin embargo, por decisión de los gobiernos conservadores que eran mayoría y que en consonancia habían creado el Grupo de Lima, se detuvo cualquier reunión hasta que se restableciera el orden democrático en Venezuela, interrumpido abruptamente por la decisión de Maduro de convocar una Asamblea Nacional Constituyente que disolvió de facto la Asamblea Nacional (congreso) en control de la oposición desde comienzos de 2016. Desde ese entones, la Celac ha sido víctima colateral del cerco diplomático y de la tendencia a trasladar las controversias ideológicas al plano diplomático. Con la llegada de Jair Bolsonaro a Brasil, se anunció su retiro del bloque, una pésima noticia por la trayectoria brasileña y su peso consecuente en la regionalización latinoamericana.
Por eso, es una buena noticia que México en su condición de presidente pro tempore decida relanzar la Celac y devolverle la fuerza perdida en estos años de infructuosos experimentos de gobiernos conservadores.
El retorno de la «doctrina Estrada», que preconiza la no injerencia en asuntos internos de otros Estados, lo posiciona como un referente para retomar los espacios regionales en momentos en que urgen, pues difícilmente la región puede superar la crisis sanitaria y otras de carácter político con salidas unilaterales. La propuesta de Marcelo Ebrard, su canciller, de eliminar la OEA por un organismo que abandone el injerencismo en cabeza de Luis Almagro es poco viable pero significativa, pues evidencia el hastío por el doble rasero del actual secretario para la defensa de la democracia y los derechos humanos.
Los frutos de este esfuerzo mexicano empiezan a observarse en el proceso de diálogo entre la oposición y el gobierno en Venezuela, congelado desde hace varios años y que constituye la esperanza más prometedora de una transición económica y política inaplazable. En la misma línea, la reactivación de los vínculos históricos con Cuba que crearon una relación especial durante medio siglo interrumpida por el gobierno derechista De Vicente Fox, demuestra el retorno del gigante a la retórica inspirada en una diplomacia que abandone, de una vez por todas, las lógicas y las estrategias de la Guerra Fría.
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