El golpe de Estado militar que sacudió a Sudán estuvo lejos de ser sorpresivo. Desde hace por lo menos un año, el poder castrense se había incrementando en detrimento del civil. A pesar de las multitudinarias manifestaciones que les exigían abstenerse de darlo, se terminó configurando sepultando en el corto plazo las chances de una democratización en uno de los países más grandes del África, pero abatido por la guerra.

Desde que consiguió su independencia en 1956, Sudán se ha visto envuelto en una espiral de violencia marcada por la constante lucha entre un norte árabe con profundas convicciones islámicas y un sur animista y cristiano, reflejo del proceso colonial en el que Egipto tuvo influencia en el norte e Inglaterra en el sur. Tras casi medio siglo de guerra civil por el intento del norte de establecer la sharia o ley coránica -donde no hay división entre los asuntos públicos y la religión- terminando los ochenta, la dictadura de Omar al Bashir cerró un extenso periodo de inestabilidad y golpes por uno de conflicto armado y masivas violaciones a los derechos humanos. A comienzos de siglo y apelando a la necesidad supuesta de combatir el secesionismo del sur, al Bashir provocó una tragedia humanitaria de enormes proporciones que dejó 5 millones de refugiados, convirtiendo a Sudán en el Estado con mayor desplazamiento del mundo (por ese entonces, Colombia ocupaba el segundo lugar).  El mayor escenario de la crisis fue la región de Darfur donde las milicias progubernamentales o janjaweed fueron responsables de un genocidio reconocido y denunciado por varios actores de la comunidad internacional, entre ellos el propio Estados Unidos -en cabeza de George W. Bush- y del recién fallecido Collin Powell, su secretario de Estado, y una activa campaña de difusión de Kofi Annan para actuar de inmediato. Sin embargo, nada pudo detener el asesinato de 300 mil personas, una de las grandes tragedias ocurridas en este siglo, con el agravante de que, con las nuevas tecnologías de la comunicación, no se tenían excusas sobre ausencia de información al respecto.

Tras un largo proceso de negociación, en 2011, el sur finalmente avanzó en su independencia, pero la mayoría de los recursos energéticos de los que dispone el Estado quedó en ese territorio, y rápidamente, lo que era una causa nacional alrededor del héroe, Salva Kiir, se desvaneció y aparecieron las divisiones que condujeron al joven Estado a la guerra civil. Desde entonces, el sur no parece viable.

De forma más reciente, con el eco lejano pero significativo de la Primavera Árabe, diez años atrás, y casi al unísono con la movilización argelina que terminó en la caída de Abdelaziz Bouteflika, los militares terminaron derrocando al líder sudanés, por las precarias condiciones en las que se mantenía el país a comienzos de 2019. Con la promesa de un periodo de transición cívico-militar lograron el aval de la comunidad internacional y avanzaron en el afianzamiento de las relaciones con Egipto -gobernado por el dictador militar Abdel Fatah al Sisi y Estados Unidos- avanzaron en el reconocimiento de Israel y anunciaron la entrega de al Bashir a la Corte Penal Internacional que, desde 2009, lo ha solicitado para juzgarlo por varios crímenes de lesa humanidad. Por ende, en la comunidad internacional pasó desapercibida la forma como el gobierno civil, en cabeza de Abdallah Hamdok, se fue evaporando y el poder real lo venía ostentando el general Abdel Fattah al Burhan responsable del golpe y quien, siguiendo el pie de la letra el libreto del dictador egipcio, ha anunciado elecciones para 2024.

Sudán confronta de nuevo una historia llena de contradicciones y que comprueban con crudeza que el largo camino de la democratización no solo es lento y progresivo, sino que aún está lejos, tal como tristemente se constata en otros escenarios de la tan prometedora Primavera Árabe.

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