La noche del 16 de octubre de 1998, Augusto Pinochet Ugarte, fue sorpresivamente arrestado en Londres cuando salía de un hospital al que se había trasladado para un procedimiento de columna. La llegada del dictador chileno fue aprovechada por el juez de la audiencia nacional, Baltazar Garzón, para emitir una orden de arresto internacional por las grave violaciones a los derechos humanos durante su gobierno (1973-1990). Pinochet pasó más de 500 días detenidos y aunque finalmente no fue extraditado a España, su caso sentó un precedente sobre la jurisdicción universal de los derechos y puso en evidencia la necesidad de avanzar en la cooperación internacional para combatir la impunidad. Ese mismo año, se firmaría el Estatuto de Roma, base de la Corte Penal Internacional, una promesa de justicia para evitar que individuos escudados en su poder e inmunidad, no comparezcan por la comisión de delitos de guerra, genocidio o crímenes de lesa humanidad.
Desde entonces, la CPI ha actuado en varios casos, en especial en el África subsahariana donde las violaciones masivas a los derechos humanos en el marco de conflictos o gobiernos autoritarios han sido constantes. Entre los condenados se destacan Tomas Lubanga, Germain Katanga y Jean Pierre Bemba, de la República Democrática del Congo y el dijadista Ahmed Al Mahdi al Faqi, vinculado a Al Qaeda en Malí. Y entre las ordenes de arresto más celebres aparecen las emitidas contra Laurent Gbagbo expresidente de Costa de Marfil, acusado de crímenes de guerra y quien fue absuelto posteriormente así como contra Omar al Bashir, ex mandatario sudanés, a quien se acusa de perpetrar un genocidio en Darfur y quien aparentemente será entregado a la Corte por las autoridades de Sudán. Esto ha hecho pensar en un tribunal que solo funciona para algunos Estados del África, pero con pocos chances de trascender a otras regiones.
Sin embargo, en el último tiempo, la CPI ha reivindicado un papel más activo en casos como la posible investigación de crímenes por parte de las autoridades israelíes en los territorios ocupados, y por supuesto, dentro de esta ampliación se destaca el caso venezolano. Desde 2018, varias voces habían solicitado a la Corte investigar la responsabilidad de algunos funcionarios en la violencia contra los manifestantes en 2017, un año crítico en la coyuntura política. La oposición convocó a varias manifestaciones que terminaron en el cierre de facto de la Asamblea Nacional (congreso) de mayoría opositora, el establecimiento de una Asamblea Nacional Constituyente y en una violenta campaña de represión que dejó centenares de muertos, detenciones arbitrarias y torturas, documentadas por organizaciones venezolanas así como por ONG internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional.
En septiembre de 2019, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas adoptó una resolución creando una comisión de expertos independientes para determinar los hechos de violencia ocurridos en los años pasados. La misión concluyó que se había presentado crímenes de lesa humanidad, a la vez que señaló que había indicios del conocimiento de los hechos por parte de autoridades de alto nivel. Habida cuenta de la sistematicidad y de la voluntad por llevar a cabo dicha campaña de represión los expertos evocaron la posibilidad de que la CPI investigara los crímenes y estableciera responsabilidades. La fiscal saliente de la CPI, Fatou Bensouda había adelantado investigaciones por los hechos y antes de que expirara su mandato, a mediados de este año, reconoció que, en años anteriores, se habían cometido crímenes de lesa humanidad y entregó a su sucesor, Karim Khan, un informe detallado sobre varias denuncias.
Por su parte, el oficialismo también le ha pedido a la CPI que investigue las sanciones impuestas por Estados Unidos, luego de que la relatora especial de Naciones Unidas, Alena Douhan, visitara el país y constatara sus efectos devastadores. El propósito de Nicolás Maduro consiste en demostrar que el embargo constituye un crimen de lesa humanidad, particularmente durante la pandemia, pues habría limitado seriamente la capacidad de respuesta para contener la crisis sanitaria.
La decisión de Khan, fiscal de la CPI, de abrir una investigación preliminar en Venezuela y juzgar crímenes de lesa humanidad constituye un duro revés para el oficialismo que, sorpresivamente, anunció que colaboraría con las autoridades de la Corte y que se comprometía a respetarla aunque no compartía la decisión. Esta nueva fase en la que se recogerá más información para establecer responsabilidades tomará tiempo, pues para que la CPI actúe se deberá demostrar la incapacidad o falta de voluntad para administrar justicia en los casos reseñados. La decisión de la CPI podría significar una presión sobre las autoridades para acelerar las investigaciones y hallar a los responsables de la violencia, en cuyo caso es poco probable que la alta dirigencia se vea afectada.
En 2012, el arzobispo sudafricano Desmond Tutu, nobel de paz y quien fuera uno de los críticos más activos de la guerra en Irak, indicó en una polémica columna de opinión que la CPI debía juzgar a George W. Bush y a Tony Blair por los crímenes cometidos en Oriente Medio. Asimismo, la saliente fiscal Bensouda anunció que la CPI tenía competencia para juzgar los crímenes de guerra cometidos por Israel en los territorios ocupados. Ambas posturas sugieren escenarios inéditos e imposibles 40 años atrás y que hoy al menos se ventilan. Nada asegura que este tribunal pueda administrar justicia efectiva en estos casos y que, en Venezuela contribuya a combatir la impunidad, un obstáculo sobresaliente en una posible transición. Sin embargo, su evolución es innegable y con ello las posibilidades de que actúe conforme a sus objetivos son hoy muchos más probables que en el pasado reciente, cuando se asumía como otro experimento fallido.
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