A raíz del bochornoso incidente con la Policía Nacional en Tuluá por una recreación torpe y grave del nacionalsocialismo, se oyeron voces para proscribir el comunismo de igual forma que, lógicamente ocurre con el nazismo responsable de una de las peores catástrofes en la historia de la humanidad. No obstante, las posturas que equiparan comunismo con nazismo no solo revelan una ignorancia supina, sino una instrumentalización de la historia que atenta contra la pluralidad. Valga recordar que, en buena parte del mundo existen partidos comunistas inscritos en el juego de partidos y cuya presencia es indispensable para garantizar la concurrencia de distintas lecturas respecto del rol del Estado en la economía y la política social en general.
Durante la Guerra Fría, el comunismo promovió las llamadas «democracias populares» que afloraron en Europa Central y Oriental siguiendo el modelo soviético. En dichos esquemas se pretendía la abolición de la economía de mercado, por la vía de la estatización, se impusieron sistemas unipartidistas en las que el proceso de toma de decisiones dependía exclusivamente del Partido Comunista y, sobre todo, de su comité central y politburó, cuyo máximo ideal era lograr una igualdad relativa en materia de necesidades. De allí el aforismo retomado por Carlos Marx sobre una igualdad basada en que «cada quien reciba de acuerdo su necesidad y cada quien aporte según su capacidad».
El comunismo jamás apeló a la superioridad de una raza o a la revisión de la historia para despojar a otros pueblos de territorio como fue el caso dramático del nacionalsocialismo. Ahora bien, ese comunismo o socialismo real terminó colapsando aparatosamente, contagiado por la corrupción que mantenía un esquema de privilegios a ciertos militantes, el poco aprovechamiento del comercio internacional así como una rigidez en política económica que sobrecargó al Estado. Aunque se lograron conquistas sociales inéditas como el pleno empleo y un salto social sin antecedentes semejantes, dimensiones paquidérmicas terminaron por convertir al establecimiento en un aparato represor incapaz de evolucionar al compás de nuevas demandas. Los episodios más representativos de esta crisis fueron las intervenciones brutales en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968 que aplastaron la revolución húngara y la primavera de Praga. Dichos niveles de represión alejaron a varios intelectuales del comunismo como Jean Paul Sartre o André Gide, efusivos difusores de la causa pero que, terminaron decepcionados. Algo similar ocurrió en América Latina en el caso de Cuba con escritores como Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards y José Saramago. Este último murió reivindicando como «comunista hormonal» pero tomando distancia de La Habana por las ejecuciones de 2003, las ultimas ocurridas en la isla.
Tras la desaparición de la URSS el comunismo se adaptó a los diferentes sistemas de partidos y aceptó la democracia liberal en aras de sobrevivir, y con ello renunció a la llamada democracia popular. Con contadas excepciones como Cuba, la República Popular Democrática de Corea, China o Vietnam, el comunismo se ha convertido en una ideología de partidos que aspiran a gobernar, sin apelar al establecimiento de sistemas unipartidistas sino que sus reivindicaciones, aunque varían de un contexto geográfico a otro, pasan por promover la intervención dura del Estado en la economía, un rechazo al libre comercio y, en general, la promoción de los derechos de la clase obrera o del campesinado. Difícilmente, el comunismo puede gobernar como fuerza autónoma, tanto en América Latina como en Europa. Por consiguiente, tiende a aliarse con otras fuerzas políticas, en particular con el progresismo, la versión más reciente de la izquierda que retoma los principios liberales y garantías desechadas por el comunismo ortodoxo tradicional.
Nada más alejado de la democracia que señalar al comunismo como una ideología que deba vetarse. Vale recordar que una de las inclusiones de la Constitución de Chile de 1980 -de influencia pinochetista- prohibía las ideologías basadas en el odio de clase en clara alusión al marxismo, uno de los ejemplos más emblemáticos de un atentado flagrante contra la pluralidad, de allí que dicho principio fuese suprimido con la transición.
Con algunos de los procesos electorales que vive América Latina proliferan las advertencias sobre un comunismo incompatible con los derechos humanos, las garantías y el mercado, pero nada más grave e infundado como equipararlo con el nazismo. Aquello representa el grave riesgo de un dogmatismo que pone en tela de juicio la pluralidad y revive las épocas de la guerra fría donde la contención al comunismo sirvió de excusa para la violación sistemática de los derechos humanos.
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