La izquierda regional sigue celebrando la victoria representativa -y por amplio margen- de Gabriel Boric en las elecciones en Chile. Sin duda alguna, es un hecho que parte en dos la historia reciente de la democracia chilena; proceso que, desde finales de los ochenta, ha puesto a prueba su vocación plural convirtiendo a esa nación en un paradigma no solo para América Latina y el Caribe, sino para el mundo.

En medio de los mensajes eufóricos de la mayoría de líderes progresistas de la zona -incluida Colombia, donde varios ven en el proceso chileno un espejo-, han quedado sepultados ciertos matices que dejan entrever más que un triunfo apabullante, una victoria relativa para la izquierda. Dicho de otro modo, Boric, al igual que el progresismo, enfrentará un escenario complejo plagado de retos.  Su triunfo significa el posible comienzo del fin del mito castrochavista y sugiere que la efectividad de la estrategia de apelar al miedo con la frecuente alusión al modelo venezolano dejó de calar en la población. Las constantes acusaciones de que Boric acabaría con la propiedad privada, la economía de mercado y las libertades económicas no trascendieron, evidenciando un electorado que acudió a las urnas sin mitos, más propios de la Guerra Fría, que de la época actual.

Sin embargo, la llegada de Boric significa un punto de inflexión para el progresismo, en especial porque por primera vez un líder de esa corriente de forma pública y consistente considera a Venezuela como una dictadura y ha desestimado la legitimidad de las elecciones en Nicaragua. Esto significa, en otras palabras, que la izquierda del continente deberá discutir el espinoso asunto de cómo abordar el proceso nicaragüense y venezolano, con la posibilidad seria y probable de una ruptura entre dos posturas: una que considere que cualquier reconocimiento a Managua y Caracas constituye condescendencia con el autoritarismo y otra que apunte a que la presunción de que no sean democráticos constituye un abandono del principio de la no injerencia. Esta última hasta ahora ha sido la postura sostenida por los gobiernos de Argentina, Bolivia y México máximos representantes del progresismo, pero que han optado por no abordar el tema, ni para apoyar a Nicolás Maduro o Daniel Ortega, ni para condenar las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en medio de derivas autoritarias cada vez más consolidadas.

Boric representa una izquierda que muchos no quieren ver en América Latina o en Colombia. Antes que presumir al centro como un segmento ideológico “tibio” y “poco comprometido” fue apreciado como el socio natural del progresismo, no solo para ganar las elecciones del pasado domingo, sino para gobernar con amplios consensos. Su victoria también es del centro al que se consideraba moribundo y deslegitimado, pero cuya actividad fue esencial para que un candidato apoyado por el Partido Comunista pudiera imponerse en uno de los países de mayor trayectoria neoliberal en América Latina en los últimos años.     

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