Pocas veces en la historia reciente, el doble rasero de las grandes potencias de Occidente respecto de la libertad para informar había quedado en semejante evidencia. Los llamados de solidaridad de los gobiernos de Europa y América del Norte respecto de las labores informativas en países lejanos culturalmente contrasta con su silencio respecto de la dramática situación de Julian Assange.  Las muestras de solidaridad por la designación del Nobel de paz a los periodistas Dmitri Murátov y Marís Ressa de Rusia y Filipinas no se hicieron esperar, menos aún cuando en buena parte de las naciones de Occidente se elevan voces en contra de Vladimir Putin y Rodrigo Duterte por lo que se considera en la mayor parte de las capitales europeas como indiscutibles derivas autoritarias. Ahora bien, causa extrañeza que transcurrido un año de la entrega de ese premio, sean pocos los gobiernos que han expresado preocupación por la situación del australiano Julian Assange y quien fuera el fundador del portal Wikileaks. 

En 2006, Assange se hizo célebre cuando puso en circulación documentos comprometedores para la política exterior de Estados Unidos respecto de las guerras de Afganistán e Irak. La información en posesión del portal revelaba el intento sistemático por ocultar las pruebas contundentes sobre abusos a los derechos humanos cometidos en el contexto de la llamada guerra global contra el terrorismo. En 2011, cuando era inminente su extradición a Suecia por delitos de agresión sexual, se refugió en la embajada de Ecuador ante el Reino Unido, con el apoyo efusivo de Rafael Correa. Para ese entonces, Quito lideraba junto a otros gobiernos progresistas, una ola de críticas contra el orden informativo impuesto desde el norte industrializado. Assange permaneció 7 años en la embajada en medio de muestras de solidaridad de personalidades del fútbol, el cine, la televisión y la literatura, entre otros, pero no necesariamente de otros gobiernos. En 2017, el gobierno de Lenín Moreno, en la premura de desmarcarse de tu antecesor, terminó entregando a Assange a las autoridades británicas, gesto que no fue condenado por ningún gobierno de los que suelen criticar a China, Cuba, Rusia, Filipinas o Venezuela por la ausencia de garantías para la libertad de informar y ser informado.

Intelectuales, artistas y determinadas ONGs e instituciones internacionales como Amnistía Internacional han hecho enérgicos llamados para detener lo que estiman como una privación de la libertad por razones meramente políticas. La consideración más contundente ha sido la del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detenciones Arbitrarias que calificó su arresto como injusto por lo que exigió su libertad; un llamado desoído por los gobiernos comprometidos, Estados Unidos, Reino Unido y Suecia, en este último, donde los delitos de los que se le acusaba terminaron por prescribir.

Hace tres semanas la justicia británica dio luz verde a su extradición hacia los Estados Unidos, desestimando la decisión anterior de un juez que consideraba que Assange se exponía a tratos degradantes y sin garantías en ese país. La justicia concluyó que Assange gozaría de garantías procesales y de reclusión en un centro ubicado en Colorado, incluido el acceso a tratamiento psicológico pues las secuelas luego de más de una década de persecución son evidentes.

A Assange solo le resta acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, muy activo en otros casos que en Europa han sido tildados de persecución política, como ocurrió recientemente con el opositor ruso Alexey Navalny  o por la clausura de la ONG de derechos humanos Memorial. En ambos casos, la justicia europea ha actuado con prontitud, impulsada por la postura de varios de los gobiernos del bloque comunitario. En contraste, Assange desaparece poco a poco de la agenda de los medios de comunicación, que parecen desconocer la gravedad que comporta su eventual extradición. A esto se suma el silencio de buena parte de las democracias liberales más representativas del mundo. Se trata del oprobioso carácter selectivo a la hora de defender los derechos humanos, una lucha que urge desideologizar.

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