Hace unas semanas, el Alto Representante de la Política Exterior y Seguridad de la Unión Europea Josep Borrell aseguró que el llamado Viejo Continente se encontraba en el momento más peligroso desde el fin de la Guerra Fría. A juzgar por los hechos recientes, parece tener razón. En un gesto que cambiaría la geopolítica de la zona, Vladimir Putin anunció el reconocimiento de las repúblicas autónomas de Lugansk y Donetsk, decisión ampliamente respaldada por el aparato legislativo ruso, autor de la iniciativa.

El hecho hace que la crisis se deslice hacia dos escenarios posibles. Primero, puede ocurrir en Ucrania una situación similar a la de Georgia cuando Rusia decidió reconocer la independencia de Abjasia y Osetia, alertando sobre un posible genocidio en la primera e insistiendo en la necesidad de defender la supervivencia de dichos pueblos a través del acceso a la independencia. No obstante, ese reconocimiento no tuvo un impacto mayor, pues Moscú se limitó a reivindicarlo coyunturalmente y enfocó sus acciones al plano diplomático tras la intervención militar en Georgia en agosto 2008.  Rusia actuó el día en que se inauguraban los juegos olímpicos de Pekín, algo muy similar a la situación actual, en medio de los juegos de invierno. Es decir, el momento actual de máxima tensión se superaría y la escalada retórica se abandonaría paulatinamente tal como en Georgia en 2008. Sin embargo, cada vez que en Kiev asome la posibilidad de entrar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Moscú agitaría la bandera del independentismo, presumiendo dicha membresía como una declaración de guerra contra Lugansk y Donetsk. Es decir, se trataría de una situación similar a la que viven otros territorios donde el independentismo es una posibilidad constante como Transnistria, en Moldavia, los casos evocados de Georgia, o Nagorno Karabaj, donde se enfrentaron recientemente Armenia y Azerbaiyán. Dicho de otro modo, Ucrania pasaría al tablero de los denominados «conflictos congelados», tensiones secesionistas o irredentistas (esta última que busca unirse a otro Estado) que parecen detenidas en el tiempo, pero que, en determinadas circunstancias, pueden «calentarse» y cuya probabilidad de guerra es relativamente baja.

Y, el segundo escenario consistiría en una Rusia que no solo se limite a reconocer la independencia, sino que despliegue tropas en el territorio de ambas repúblicas para defender su independencia provocando un enfrentamiento militar con Kiev. Esta salida es la más costosa, pues supone para Ucrania su inminente desmembramiento al estilo de la Yugoslavia de la década de los 90. La desaparecida federación fue desintegrada con el impulso de Estados Unidos y Europa occidental, antecedente que la OTAN, tan crítica de Rusia por estas semanas, parece desconocer. Moscú responde con un nuevo orden regional tras la hegemonía occidental impuesta a sangre y fuego por la OTAN con decisiones que no incluyeron a Rusia. Todo a pesar de los contemplado en el Memorando de Entendimiento de Budapest de 1994 que preveía una consulta permanente de desiciones que involucrasen la seguridad regional, como las ampliaciones de la OTAN o las intervenciones militares. Pues bien, cabe recordar que esta se amplió entre 1999 y 2004 a buena parte de Europa Central y Oriental ante el evidente rechazo ruso, y para rematar, en 1999 en un desafío a Rusia y, en concreto, al mundo eslavo, Washington decidió el bombardeo de Serbia con tropas de la OTAN para detener el genocidio étnico en Kosovo, la misma retórica que se observa hoy en el discurso de Putin.

Por último, la posibilidad de enfrentamiento nuclear es baja pues a nadie conviene una catástrofe de semejantes magnitudes. Sin embargo, no deben pasar desapercibidos dos cambios de la coyuntura actual que modificarían el equilibrio de fuerzas en la zona. Algunos medios reportan que, Bielorrusia, espacio fundamental para la defensa rusa, estaría albergando armas nucleares con lo cual estaría asegurando su entrada al juego de la disuasión nuclear. De igual forma, Putin ha denunciado el traslado de armas nucleares a Ucrania para revivir las capacidades que, como parte de la URSS, ya tuvo. De concretarse lo anterior, Europa entraría en una nueva fase nuclear que pondría en entredicho la autoridad de las grandes potencias para liderar la desnuclearización en el mundo.

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