A raíz de la decisión de la Corte Constitucional sobre el aborto en Colombia, la respuesta del Centro Democrático fue contundente como reveladora: proponer un referendo donde no solo se indague acerca de lo que ese partido denomina «legalización» del aborto (cuando en realidad se trata de despenalizar), sino para incluir temas relativos a la justicia y tamaño del Congreso. La concreción de una propuesta de ese tipo, significaría abrir la puerta para plebiscitar derechos y efectuar recortes en el sistema de contrapesos. Dicho de otro modo, la cuota inicial para acabar con el Estado de derecho. Vale recordar la forma en que en Venezuela se aniquiló por completo la democracia acudiendo precisamente al constituyente primario,  fórmula efectiva para desprestigiar y acabar con las instituciones y táctica vehementemente defendida por el uribismo a lo largo de su historia.

Como candidato a la presidencia, Alvaro Uribe hizo propuestas cuya viabilidad fue puesta en entredicho como el paso de un Congreso bicameral a unicameral o la instalación de «cascos azules a la colombiana» en las fronteras del país. Para evitar controles y debates propuso una ambiciosa reforma política mediante un plebiscito en el que incluyó una pregunta relativa a la penalización de la dosis personal que, desde 1994 había sido despenalizado por la Corte Constitucional. Se trataba de un atajo que le permitiría acabar, de una vez por todas, con una jurisprudencia histórica que ha significado garantías para la pluralidad  pero que, el entonces presidente concebía como un contrapoder con atribuciones ilimitadas. Sin embargo, la propia Corte impidió que por consulta se volviera al positivismo penal «ausente en los pueblos civilizados».  Al final de cuentas, Uribe propuso una consulta de 15 puntos enterrada por no cumplir con mínimos de participación. Desde entonces, no ha renunciado a la idea de reformar enteramente el sistema político poniendo en riesgo el pacto constitucional de 1991.

En noviembre de 2012 y cuando el país asistía estupefacto a la sentencia de la Corte Internacional de Justicia en la que se habrían  perdido 76 km2, Uribe le pidió al Gobierno y al Congreso adelantar «una consulta ciudadana» para evaluar su acatamiento. Resultaba extraño pues el propio expresidente, en la Cumbre de Río de 2008 -célebre por marcar la reconciliación parcial con Ecuador tras el ataque al campamento de las FARC -, se había comprometido con Daniel Ortega, frente a todos los mandatarios latinoamericanos y caribeños, a respetar la decisión de La Haya. Se trataba de una desafío inédito al derecho internacional y a la tradición colombiana de su estricto apego. Obviamente, para el Centro Democrático ha sido más redituable la demagogia nacionalista que las responsabilidades de Estado.

En 2020 tras una historia de desacuerdos entre Cortes y uribismo, marcadas por la imposibilidad de una segunda reelección y alimentadas por el prejuicio de que el garantismo liberal es equivalente al comunismo, el representante Álvaro Hernán Prada propuso una reforma que permitiría que ciertas decisiones de la Corte Constitucional pudiesen ser anuladas mediante una consulta popular. Bajo esa misma lógica, se han propuesto todo tipo de iniciativas para aniquilar la Corte, y volver al sistema de un solo tribunal, de nuevo, abandonando el pacto del 91.

Extrañamente, cuando en 2018 se adelantó la consulta popular para un marco anticorrupción, Uribe se opuso con ánimo vengativo recordando que él había adelantado esa misma consulta en 2003 pero que se había muerto por falta de apoyos. La falta de consistencia ideológica es obvia, pero no dañina ni riesgosa para la democracia, como sí lo es, la nueva propuesta de poner a consideración del constituyente primario derechos como los sexuales y reproductivos. Esto puede representar la concreción del ideal autoritario de acabar con los contrapesos apelando a la demagogia; práctica que, incluso en las democracias más consolidadas ha sido nefasta.

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