Hay que escarbar en la historia de Colombia para buscar una campaña hacia la presidencia con tanta violencia verbal, polarización y muestras evidentes de discriminación como la que asoma por estas semanas.  En el pasado reciente se pueden rastrear muestras de estigmatización o intimidaciones por parte de gobiernos contra periodistas, opositores o simplemente contradictores, no obstante, nunca se había presentado tal nivel de degradación «del otro», menos aún recurriendo a la clase social o incluso a la jabonosa noción de «raza».

Desde 2002, la derecha colombiana emprendió una campaña de polarización alrededor del conflicto en la que radicalizó su discurso. Nació una narrativa muy efectiva para descalificar a contradictores acusándoles de complicidad con el terrorismo. Así surgieron ataques desafortunados contra medios de comunicación calificados por el entonces vicepresidente Francisco Santos «como cajas de resonancia de las FARC». El propio Uribe, montado en una ola de popularidad sin antecedentes, llegó a acusar a Carlos Lozano, director del semanario Voz, de «cómplice y vocero de la guerrilla».  Son bien conocidos los episodios en que el gobierno impuso la lógica de que cualquier crítica al establecimiento era una señal de connivencia con el terrorismo. Ahora bien, en esa estrategia nacionalista, no se vieron las dosis de racismo, aporofobia y clasismo como las que actualmente marcan el discurso de determinados sectores de la política colombiana. Dicho de otro modo, si bien el uribismo convocaba por la polarización, no había sido tan clasista como en estos tiempos.

En particular sobresalen los ataques e insultos contra Francia Marquez, fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro. Descalificaciones por su aspecto físico o condición afro, temas que en nada tienen que ver con lo buena o mala política que pueda ser, y que constituyen una invitación constante a la discriminación. La senadora electa María Fernanda Cabal conocida por sus polémicos trinos, atacó a Márquez indicando que debía cambiarse el nombre pues refería un «imperio colonizador esclavista». En esa misma línea, una cantante la comparó con «King Kong». Las figuras ofensivas, denigrantes y racistas deben llamar la atención sobre la «etnización» y «racialización» de la política, tendencia riesgosa para la democracia que, en otros contextos, como en el África Subsahariana o en Europa se ha buscado evitar a toda costa, pues han derivado en violencia y discriminaciones. Semejantes declaraciones no tienen antecedente reciente en América Latina, salvo en el caso de Jair Bolsonaro conocido por su carácter racista y misógino. Alguna vez declaró que «los afrodescendientes no hacen nada. Ni como reproductores sirven». Bajo una lógica similar, un influenciador y periodista cercano al Centro Democrático ha apuntado en varias ocasiones contra la izquierda con trinos que claramente hacen honor a la aporofobia o desprecio por la pobreza. En la reunión del Pacto Histórico sugirió que se habrían robado billeteras, relojes y celulares e incluso se refirió a Dilan Cruz, asesinado en las protestas de noviembre de 2019, en términos despectivos. Claro está, esto no significa justificar el trino de Gustavo Petro en su contra calificándolo de «neonazi». Los políticos deben dar ejemplo de mesura y no pueden contestar con la misma moneda.

Causa enorme extrañeza que en medio de un ambiente con tufo a racismo y aporofobia, algunos medios se abstengan de condenarlos abiertamente y en vez de calificarlos como contrarios al espíritu democrático se limiten a describirlos como parte del debate nacional.  La mayoría de titulares por los trinos contra Francia Márquez hablan de una polémica entre Petro y Cabal o la cantante en cuestión, pero pocos advierten sobre la carga de racismo y violencia que suponen. Colombia retrocede pues son pocos las casos de América Latina donde se ha visto semejante nivel de racismo o clasismo a la hora de exponer las debilidades del contrincante político. A la historia de exclusiones que largos segmentos de la población colombiana han sufrido por décadas, hay que agregar una campaña furiosa que los estigmatiza y que, sin duda, constituye un nuevo tipo de violencia que aleja a Colombia de alcanzar una democracia postracial, ideal de cualquier sociedad que haya sufrido los estragos que algunos pretenden desconocer o minimizar.

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