Desde que surgiera el fallo de la Corte Internacional de Justicia en noviembre de 2012, impera el simplismo para interpretarlo. La mayoría de las reflexiones apunta a qué tanto gana o pierde Colombia frente a una Nicaragua que históricamente se le mira «por encima del hombro». Se descarta cualquier análisis sobre cómo se puede mejorar la vida de los habitantes del archipiélago o las posibles lecciones a largo plazo sobre la unidad territorial colombiana. Diez años después del controvertido fallo, desconocemos cuál será el camino para una delimitación definitiva con Managua.
Se ha dicho hasta la saciedad y debe repetirse: la decisión de la semana pasada toma por la Corte Internacional de Justicia no es responsabilidad de un solo gobierno, y menos aún del actual, pues es el resultado de las decisiones tomadas por varias administraciones desde Andrés Pastrana, cuando Nicaragua interpuso la primera demanda. No obstante, Iván Duque ha cometido errores que merecen análisis y sobre todo, deben servir para corregir la postura hacia el futuro. Seguir dilatando una solución definitiva seguirá siendo costoso para el Estado y la incertidumbre afecta a la población sanandresana, en especial a los raizales.
En primer lugar, no se entiende porqué hasta la fecha el gobierno no ha reunido a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores a pesar de que se trata del órgano consultivo por excelencia para discutir y gestionar este tipo de asuntos. Desde que existe un litigio jurídico con Managua, es la primera vez que un gobierno colombiano no consulta a esa Comisión. Se debe recodar que solamente la ha citado dos veces. En diciembre de 2020, por una acción interpuesta por el senador Antonio Sanguino ante el Consejo de Estado y que obligó a las entonces ministra de relaciones exteriores, Claudia Blum a hacerlo. Eso sí, se convocó para hablar sobre la reactivación económica, pero no para abordar el fallo de La Haya, inminente ante dos denuncias más, activadas por Nicaragua. El jefe de Estado justificó la ausencia de consultas con dicha comisión en que la constitución la otorgaba autonomía al ejecutivo en relaciones exteriores y que, este gobierno las dirigía con la nebulosa etiqueta de un «enfoque constructivista multilateral». Valga recordar, el presidente no asistió a esa reunión, en un gesto que desnudaba la poca relevancia que ha tenido la diplomacia, caja menor del Centro Democrático para el pago de favores políticos.
En segundo lugar, el gobierno descartó cualquier negociación directa con el gobierno nicaragüense mezclando dos temas, la inocultable deriva autoritaria que vive ese país y el litigio. Si bien Colombia está en su derecho de hacer presión en las instancias multilaterales para la defensa de los derechos humanos en Nicaragua, debe reconocerlo como vecino y ante el cual tiene un litigio vinculante con la CIJ. Nada más alejado de la realidad que vender la retórica de que Colombia conseguirá algo a punta del calificativo de «oprobiosa dictadura». Ese burdo nacionalismo desconoce el principio de no injerencia que ha inspirado durante décadas la política exterior colombiana.
Y, en tercer lugar, como consecuencia de lo anterior, el gobierno cometió el craso error de llenar las misiones diplomáticas en el exterior con personas que no tienen ninguna experiencia diplomática, pero se han ganado el afecto del uribismo por su conocida intransigencia. Tal es el caso de Alfredo Rangel, «quemado» en las elecciones legislativas de 2018 y a quien se le compensó nada mas y nada menos, con la embajada en Nicaragua. Rangel es un reconocido uribista, junto a Jose Obdulio Gaviria, autor de la tesis de la existencia de una «amenaza terrorista» en lugar de «conflicto armado», y que derivó en la negación sistemática del derecho internacional humanitario durante los ocho años de Uribe Vélez. A escasos dos meses del fallo de la semana pasada, Rangel fue expulsado de Nicaragua por traspasar las márgenes como embajador e interferir en política, hecho que, inexplicablemente «pasó de agache» en el país.
Colombia debe sobrepasar la retórica nacionalista que apunta a que la CIJ y Nicaragua son enemigos. Aquello refleja la manera en que Bogotá, con la lógica centralista decide unilateralmente mientras alimenta el nacionalismo, pero quienes pagan las consecuencias son los espacios fronterizos denostados históricamente por los gobiernos de turno. Llegó la hora de reconocer que las relaciones con los vecinos no pueden depender de la sintonía ideológica y reactivar los esquemas de cooperación. Nada parece justificar que, hasta la fecha, se haya descartado el diálogo con Managua.
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