2003 fue desastroso para el uribismo. No solo salió derrotada su ambiciosa reforma política que pretendió pasar por referendo, sino que Luis Eduardo Garzón, sindicalista y militante del Polo Democrático Alternativo (PDA) resultó elegido alcalde de Bogotá. El hecho inauguraría una cohabitación entre mandatarios locales de izquierda con presidentes ubicados a la derecha o a la centroderecha. El entonces vicepresidente Francisco Santos interpretó la llegada de «Lucho» al Palacio de Liévano como un mensaje poderoso para FARC y el ELN, pues conseguía en «tres meses mediante los votos, aquello que los armados llevan buscando por las balas durante 30 años». De igual forma, el PDA se impuso como segunda fuerza en el concejo de Bogotá y la izquierda obtuvo dos victorias más de consideración: Angelino Garzón, también sindicalista, ganó la gobernación del Valle derrotando a Carlos Holmes Trujillo, representante de la clase política tradicional; y, Sergio Fajardo con el aval de la Alianza Social Indígena hacía lo propio con el expresidente del Nacional y conservador Sergio Naranjo. Por primera vez, desde la elección directa de alcaldes, llegaba un independiente a Medellín. Ese inusual tablero político, mostraba que la izquierda contaba con posibilidades reales para participar e incidir en el juego democrático. Sin embargo, no quedaba muy lejos la exterminación sistemática de la Unión Patriótica, colectividad de la que fueron abatidos al menos 5733 militantes.
Con la cada vez más posible victoria de Gustavo Petro, según encuestas, se dice que, por primera vez, la izquierda gobernaría a nivel nacional, una afirmación que tiene sentido pero a la que se deben sumar matices. Si bien es cierto que sería la primera vez que una fuerza de izquierda o progresista accede al poder, existen antecedentes dentro de los márgenes estrechos del bipartidismo colombiano interpretables como propios de esa corriente. En el siglo XX, al menos tres gobiernos deberían considerarse como progresistas, Alfonso López Pumarejo, López Michelsen y Ernesto Samper Pizano.
Aunque no llegaron al poder con plataformas o partidos de izquierda propiamente, el contexto histórico en el que gobernaron hace posible ubicarlos ideológicamente en ese lado del espectro. Con López Pumarejo se gobernó con el apoyo de sindicatos y de los sectores más progresistas. Como era de esperarse la radicalización del conservatismo en cabeza de Laureano Gómez ocurrió a la par. Bajo su gobierno se aprobó la ley 200 que estableció la extinción de dominios de tierras ociosas que no se cultivaran en un lapso de diez años a partir de su entrada en vigencia. De igual forma, se garantizó la libertad de culto y se debilitó la desproporcionada influencia de la iglesia sobre los asuntos públicos y por reforma constitucional se adoptó el derecho a la huelga. La «revolución en marcha» de López fue un paréntesis progresista en la historia de hegemonía conservadora que hasta 1991 marcó la pauta en la política colombiana. López Michelsen quien debió gestionar el post Frente Nacional, insistió en cerrar las brechas con una revolucionaría política fiscal para la eliminación de privilegios del gran capital y programas de alimentación y desarrollo en el campo. En política exterior restableció las relaciones con Cuba rotas desde 1961 y apartó la tesis de que La Habana financiaba o apoyaba a las guerrillas. Samper Pizano retomó la doctrina de acercamiento a los pares regionales y globales en medio de una disputa con Estados Unidos y su salto social significó el último vestigio de progresismo de una nueva hegemonía conservadora que, asomó tímidamente con Andrés Pastrana, y se consolidó en los gobiernos subsiguientes.
Estos tres paréntesis progresistas comparten un antecedente con efectos devastadores en términos sociales: hegemonía conservadora, Frente Nacional y apertura económica. En este momento, tras 24 años de administraciones de derecha, la eventual llegada de Petro debe entenderse como una respuesta o intento por corregir un modelo que se fue alejando de los principios y valores pactados en 1991. Nada garantiza que se logre dicho propósito, pero se abriría, como en el pasado, un paréntesis de progresismo ubicado más grados a la izquierda que los descritos, en uno de los Estados más conservadores de América Latina.
En Colombia la izquierda en el último tiempo se ha definido por reivindicar las causas objetivas del conflicto, y por ende, su desmonte por la negociación, la intervención del Estado en la economía para corregir las protuberantes imperfecciones y por la defensa de la transición ecológica, activo de reciente incorporación del progresismo y que lo desmarca del marxismo clásico. Aún así, Colombia está lejos de una hegemonía progresista de las proporciones de la influencia conservadora, autora de la tesis de que no hay conflicto sino amenaza terrorista, promotora del alejamiento del Estado frente al mercado y terca defensora del extractivismo. Esta ha sido la hegemonía más determinante de nuestra historia.
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